La tecnología es un instrumento de intermediación entre el hombre y la sociedad. Su estructura y funcionamiento condicionan las relaciones personales y configuran el tejido social. Esta influencia muchas veces pasa desapercibida, y al poner la atención en los efectos directos de usos concretos de la tecnología se olvida que su impacto más importante se relaciona con cómo su diseño repercute en la configuración de la sociedad. En el fondo, la tecnología afecta a todos, incluso a los pocos que piensan que no tienen relación directa con la misma.
A la hora de evaluar estos cambios sociales hemos pasado de la utopía al apocalipsis, influidos durante años más por las sensaciones que por la información disponible. Información que, a pesar de su abundancia, es paradójicamente insuficiente en lo que afecta a los efectos sociales del uso de la tecnología, entre otras cosas por la opacidad de las plataformas. Sin embargo, cada vez son más las publicaciones que, a partir de nuevas investigaciones psicológicas y biológicas, advierten de las consecuencias negativas del abuso de las pantallas desde edades tempranas, en lo que Jonathan Haidt califica, en su último libro La generación ansiosa, como una auténtica emergencia de salud pública que afecta a los adolescentes, asfixiados por su desarrollo en un mundo virtual con escasas interacciones con personas de carne y hueso.
Entre estas emergencias, una de la más señaladas tiene que ver con el impacto de las redes en la democracia, en general, y en las elecciones en particular. Desde el triunfo de Donald Trump en los comicios norteamericanos de 2016, y como consecuencia del creciente protagonismo del uso de la tecnología en campaña, voces como la de la Premio Nobel filipina Maria Ressa nos advierten de que podemos estar viviendo los últimos momentos de la democracia.
Pero el pánico, espontáneo o generado por distintos intereses, puede servir muchas veces para provocar una parálisis o generar respuestas inadecuadas, que pueden resultar mucho más peligrosas que aquellas amenazas que pretenden prevenir. De ahí la necesidad de conocer lo mejor posible no solo los efectos, directos o indirectos, del uso de las distintas herramientas tecnológicas en política, sino también los efectos de las medidas que se van poniendo en marcha para ofrecer una respuesta. En ambos casos, la información en general y la proporcionada por las plataformas en particular resulta indispensable.
Por ello, llama la atención la colaboración iniciada en el año 2020 entre Meta —la empresa matriz de Facebook, Instagram y WhatsApp— y un grupo de 30 académicos de universidades de Estados Unidos y que ha empezado a dar resultado en forma de informes y artículos académicos. El último, publicado recientemente, concluye que el hecho de que una persona se desconecte temporalmente de las redes disminuye, al mismo tiempo, tanto su tendencia a creer en bulos como su conocimiento político. Sin embargo, afecta muy levemente a sus opiniones en el momento electoral, ya sean la visión negativa sobre partidos opuestos o hasta qué punto dan credibilidad a las quejas por fraude electoral. Algunos expertos señalan que, a pesar de que el efecto es escaso, las redes podrían influir en el resultado de unas elecciones ajustadas.
De forma más general, aunque estos resultados reflejan cambios en el comportamiento personal, podrían tener efectos sociales. Como con muchas otras cosas de la vida, tomar distancia durante un tiempo puede servir para hacernos conscientes de la realidad y desvincularnos de algunos de los efectos de nuestra relación de dependencia con la tecnología: la infoxicación; la necesidad informativa en tiempo real, que prima la novedad sobre la certeza; la tendencia a compartir nuestra condición de sobreinformados y el exhibicionismo moral de posicionarnos ante todos y cada uno de los asuntos que aparecen en la agenda pública, aunque ocurra a miles de kilómetros y en un ámbito que, segundos antes, nos resultaba completamente ajeno.
Más allá de estas consecuencias, sorprende ver cómo, pese a lo que pudiera parecer, el impacto de la desconexión de Facebook en las ideas políticas es superior a la de Instagram, donde parece no tener efecto. Pero sorprende aún más un dato que encontramos en la metodología. De 10,6 millones de invitados a participar en el experimento, que suponía una remuneración de 162 euros, solo el 0,2 % en Facebook y el 0,6 % en Instagram se ofrecieron para desactivar sus cuentas seis semanas. Si bien parece que vivir sin red puede resultar beneficioso para la salud, y además mejorar la democracia, no parece que estemos muy dispuestos a hacerlo.
RAFA RUBIO
Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Complutense.
Publicado en Alfa y Omega el 23.5.2024.