El ugandés Victor Ochen es hoy uno de los líderes africanos más influyentes, tal y como constató la revista Forbes. Es embajador de Naciones Unidas, fue candidato al Nobel de la Paz en 2015 y obtuvo el Premio Mundo Negro, entre otras distinciones, que son fruto de su trabajo en el fomento de la paz y reconciliación con jóvenes en África a través de su ONG, Ayinet. Pero su vida podría haber discurrido por otro camino, el de la violencia, si no hubiese cumplido la promesa que hizo a su madre: nunca empuñar un arma. Muchos como él, lo hicieron. Vivían en un campo de refugiados, sin educación, con una comida al día, en medio de la violencia de los rebeldes del LRA, la del Ejército de Uganda y la de los ladrones de ganado.
Siguiendo el consejo de su madre, Ochen siguió con sus estudios hasta la universidad, que tuvo que abandonar, de nuevo, por la violencia del LRA. Pero como ha repetido en varias ocasiones, su trabajo no tiene nada que ver con títulos ni estudios, sino con su propia experiencia, con lo que vivió desde niño. De hecho, durante su intervención en el Congreso Católicos y Vida Pública, invitó a los presentes a ponerse en su lugar, en el lugar de los padres que tienen que tapar los oídos a los niños para amortiguar el sonido de las armas. Y, desde ese contexto, hizo una propuesta para que la religión sea realmente signo de paz y reconciliación.
En un primer momento se refirió a la humanización de la fe, es decir, a recuperar la dimensión humana de la religión. Se preguntó: «¿Cuál es nuestra motivación principal para la práctica religiosa? ¿Ser más fuertes espiritualmente o aliviar el sufrimiento humano? Creo que se trata de hacer algo por los demás». Apuntó, en este sentido, el riesgo de distanciarse de las personas, de colocarse en una situación de privilegio y poder.
La segunda premisa: la importancia de la coexistencia de la religiones para crear un mundo en paz. En este sentido, puso el ejemplo del Papa Francisco, que «ha recuperado la fe en la dignidad humana». «Se trata de ampliar la amistad entre los creyentes, tengamos la misma fe o no, porque Dios es sinónimo de justicia, paz y dignidad»
Finalmente, recalcó la necesidad de llegar a los jóvenes e inculcar una cultura de paz y solidaridad a través de la fe. «Se trata de plantar semillas de paz, que generen árboles de paz y, más tarde, bosques enteros de paz», dijo. Esto fue importante para la vida de Victor Ochen. Su madre fue la sembradora. Afirma que la Iglesia es «todo para él» y reconoce que sin ella no hubiese superado el vivir sin educación, sin zapatos hasta los 14 años, con una comida al día hasta los 7, en medio de brotes de ébola o con malaria. «La única fuente de esperanza en ese contexto era Dios. Sin él, no estaría aquí hoy», añadió.
Dios, entonces, les hablaba a través de los acontecimientos. Cuando sufrían ataques de los rebeldes y el campo de refugiados quedaba totalmente destrozado, el único edificio intacto era la iglesia. Y no tenían más libro que la Biblia. «Mi madre siempre decía que esto era una señal de que Dios no nos había abandonado y, por eso, la Iglesia se convirtió en un refugio y la oración en nuestra esperanza».
F. Otero
Imagen: Victor Ochen posa con algunas de las persona a las que atiende a través de su ONG
(Foto: Twitter The Commonwealth)