La obra, a la que se le perdió la pista hace un siglo, es una copia del juicio final de la Capilla Sixtina. Es la única pintura en tela de Miguel Ángel.
23 de mayo 2024.- Cuando el cura leonés José Manuel del Río Carrasco atravesó por primera vez las puertas blindadas del puerto franco de Ginebra —una bóveda acorazada que esconde en el corazón de Europa miles de obras de arte libres de impuestos— sintió un escalofrío. La misión que le había encomendado un millonario estadounidense a este experto en el Renacimiento italiano con olfato era investigar la tela que dormitaba en una de las cajas fuertes de este almacén junto a piezas de Picasso, Modigliani o Rembrandt, de las más codiciadas por especuladores y marchantes de arte. «La obra estaba en un estado de conservación lamentable. La acumulación de barnices y la pátina de suciedad que había depositado el paso del tiempo la habían oscurecido», asegura Del Río. Era el año 2016 y acababa de aventurarse junto a Amel Olivares, especialista en historia del arte y conservación del Vaticano, en la certificación de que este cuadro lo había pintado en el siglo XVI nada más y nada menos que Miguel Ángel Buonarroti. «Cuando lo vi fue una gran emoción. Pero teníamos que demostrarlo», sostiene este sacerdote leonés que lleva casi tres décadas trabajando en el Vaticano.
Al detalle
El Jesucristo barbilampiño —arriba— era el preferido por el genio italiano porque «toma como referencia las estatuas grecorromanas del Vaticano, sobre todo el Apolo de Belvedere», en contraste con la iconografía de la época, en la que domina la imagen del Pantocrátor, más viejo y con barba. Hay más rasgos de Buonarroti, como los detalles de cuerpos sin definir —la cara de abajo—, un efecto visual que da movimiento a las imágenes.
Tras la restauración, sometieron al cuadro a una radiografía que se adentró en sus entrañas y así descubrieron «impactados» que se trataba de «una versión reducida, con 33 figuras, del juicio final de la Capilla Sixtina». El óleo estaba pintado sobre una tela muy fina de lino, lo que dio lugar al segundo hallazgo importante: «Miguel Ángel no dejó ninguna obra en tela. Así que esta es la única», detalla. La obra fue bautizada como El juicio final de Ginebra, pero para demostrar que era de Buonarroti tuvo que pasar varias pruebas.
La pista más clara estaba en la figura de Cristo. Un Jesús con poca barba, similar al totalmente imberbe de la Sixtina; un rasgo propio «de las representaciones paleocristianas del siglo IV que se inspiran en el joven Apolo», barbilampiño. Además, Miguel Ángel solía retratarse en sus cuadros: «Era la firma que hacía en todas sus obras». Así sucede en los frescos de la Capilla Sixtina, donde su cara toma el cuerpo de san Bartolomé. En el cuadro descubierto en Ginebra es un hombre de pelo y barba oscura que aparece en el sector inferior izquierdo. «El retrato se identifica mucho con el que le hizo su biógrafo Giorgio Vasari y con otros retratos suyos disponibles», asegura. La tercera prueba la dan los ángeles de la pieza. Los del artista renacentista no tienen alas ni aureolas, y tampoco los de este juicio final suizo.
El experto, que solo quiere resaltar su primera trayectoria como cura en las parroquias de León, aunque fue subsecretario de la Comisión Pontificia para los Bienes Culturales del Vaticano y ahora trabaja en el Dicasterio para Culto Divino, pone en evidencia otra característica. Tanto su compañera, Olivares, como Del Río querían llegar a una conclusión irrefutable. Por eso, para certificar su autoría, realizaron un profundo análisis de pigmentos y de la tela preparatoria. «Todo coincidía con las pinturas de la Capilla Sixtina», remacha. Según su reconstrucción, la obra fue un regalo de Miguel Ángel Buonarroti al pintor Alessandro Allori, que la utilizó como modelo para el retablo de la capilla de la familia Montauto en la basílica de la Santísima Anunciación de Florencia.
VICTORIA ISABEL CARDIEL C.
Alfa y Omega