El documental Motherfortress cuenta la historia de doce monjes y monjas que, desde el monasterio de Santiago Mutilado en Qara, ayudan al prójimo desafiando al fuego abierto. Su vida cotidiana se abre paso entre los bombardeos de una guerra que acaba de cumplir diez años.
La provincia de Idlib es una región fértil de tierra roja e hileras de olivos, pero en invierno las temperaturas bajan de los cero grados. Por las rendijas de las tiendas de campaña improvisadas entre los escombros que van dejando los bombardeos al último reducto opositor a Bachar al Asad, se cuelan sin piedad la lluvia y el frío. La estampa de la guerra es desoladora. Hombres, mujeres y niños esquivan como pueden el fuego aéreo y de artillería de Damasco y Moscú contra el bastión rebelde. Por eso, el acuerdo de alto el fuego al que llegaron Rusia y Turquía para el noroeste de Siria –donde ambos países apoyaban a bandos diferentes– les ha dado finalmente una esperanza: la de sobrevivir al complejo conflicto que se libra en ese país desde hace ya diez años.
No muy lejos de allí, en el triángulo geográfico que conforman Homs, Damasco y la región del Líbano de Baalbek, se alza el monasterio de Santiago Mutilado en Qara. Allí, doce monjes y monjas de ocho nacionalidades distintas trabajan, comen, duermen, estudian, rezan, pero sobre todo ayudan al prójimo desafiando al fuego abierto. Su vida cotidiana se abre paso entre los bombardeos. Ellos, que decidieron no escapar cuando irrumpió la crueldad del ISIS, son los protagonistas del documental Motherfortress, un elogio a la vida y al ser humano en medio de la masacre: «Me impresiona mucho su acto de resistencia. Son todos extranjeros y llevan a sus espaldas historias burguesas. No historias de pobreza que ven en la vida eclesial una salida. La monja venezolana era una periodista televisiva de éxito en su país. El monje con barba pelirroja tiene una carrera en Princeton y dejó a una novia en Colorado. ¿Por qué quedarse?, ¿por qué arriesgar su vida y no salir de un país en guerra? Este es el misterio de la fe y de la gracia», explica la directora y productora italiana, Maria Luisa Forenza, que convivió con ellos durante más de 60 días en cuatro ocasiones distintas. La primera, en Navidad de 2014. «Lo que he querido contar es la identidad cristiana en tiempos de guerra. Quiénes son y por qué se distinguen los cristianos en medio de un conflicto bélico. Por eso quise documentar su cotidianidad, que transcurre entre el servicio y la entrega a los demás y los trabajos en el monasterio. Son carpinteros y electricistas, cultivan la tierra, estudian Teología y celebran Misa, pero la prioridad es dar refugio o repartir comida y lo que haga falta a las viudas, los huérfanos y los hombres que han sobrevivido mientras las bombas siguen cayendo», detalla a Alfa y Omega.
El resultado es un documental que se aleja de los aspectos más dramáticos de la guerra en Siria y pone el acento en cómo esta comunidad monástica se ha erigido en un baluarte de la caridad desde que en 2011 estallaron las protestas populares contra el Gobierno de Al Asad, que desembocaron en una cruenta represión y en una guerra que todavía perdura. «No quería hacer una película de ficción. De eso ya se encargarán en Hollywood. No me interesó desplazarme hasta la frontera norte de Siria, donde sigue habiendo una auténtica carnicería. Tampoco quise grabar los cuerpos inertes de las calles o filmar el horror de los hospitales. He tratado de darle un sentido más profundo, aunque sé que es menos rentable. La violencia hace caja», remacha.
«Yo sola con mi cámara»
Eliminar de la pantalla cualquier atisbo que asemejara la guerra de Siria a un videojuego de estrategia se tradujo en una serie de restricciones técnicas. Por ejemplo, la ausencia de música. Todos los sonidos son reales: voces en francés, español, inglés y árabe, canciones litúrgicas en la capilla del monasterio, los ecos de mortero en la distancia o un portazo rotundo de la puerta trasera de un camión cargado de comida antes de ser asaltado por una multitud hambrienta. «Entré como huésped en el convento; no llevaba iluminadores o microfonistas. Estaba yo sola con mi cámara. Y tenía que ser buena captando el instante. Al final, la realidad de la guerra que perciben las familias es la tristeza y la rabia por las muertes de sus seres queridos, la falta de comida o la sensación constante de inseguridad», explica.
Por eso cuenta el conflicto a través de los testimonios: el de una joven madre musulmana suní de la zona de Homs a cuyo marido le han cortado la cabeza, o la de un padre que no clama venganza a pesar de que le han entregado a su hijo predilecto hecho pedazos. «Leemos periódicos. Leemos información en internet. Vemos la televisión. Estamos invadidos por la información, pero nos falta el tiempo para la reflexión y la pausa. Una imagen violenta te sacude un instante por dentro, pero después se evapora. Es muy difícil contar la guerra. Es complicado narrar que muchos niños han desarrollado trastornos psicológicos o autismos a consecuencia de las horripilantes situaciones vividas», manifiesta.
La guerra que no cesa
Pero la guerra sigue en Siria. Sobre todo en Idlib, donde hay tres aldeas habitadas por cristianos. Los refugiados según la ONU son casi medio millón. Muchos han emprendido la huida hacia la frontera turca cargando solo con lo puesto. Otros ya han logrado pasar la frontera, pero permanecen varados en la griega Moria, que se han convertido en el reflejo de la ineficaz respuesta de la Unión Europea ante el desafío migratorio. El Papa es el único que se acuerda de ellos en tiempos de coronavirus. «No me gustaría que esta epidemia tan fuerte nos haga olvidarnos de los pobres sirios que están sufriendo en la frontera entre Grecia y Turquía. Un pueblo que sufre desde hace muchos años, que deben huir de la guerra, del hambre y de las enfermedades: muchos niños están sufriendo allí», dijo en una inusual audiencia general, blindada al público y respetando la distancia de un metro de seguridad con los sacerdotes traductores de su catequesis para evitar la expansión del contagio.
La superiora que fue hippie
La historia del monasterio greco-católico melquita de Santiago el Mutilado es una historia de supervivencia. Está ubicado a 90 kilómetros al norte de Damasco, en el pueblo de montaña Qara, en la cordillera montañosa de Qalamun, una palabra aramea que significa gran frío. Fue fundado en el siglo V y abandonado por los monjes en el siglo XVIII después de los estragos del Imperio turco otomano. En 1994 comenzó la reconstrucción. Seis años después, durante la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz del Año del Gran Jubileo, las autoridades eclesiásticas emitieron el decreto de restablecimiento del convento de acuerdo con la tradición de los monasterios orientales. Empezó entonces la nueva orden religiosa diocesana de los monjes de la Unidad de Antioquía. «Es un punto estratégico. No es una casualidad que, antes de ser un monasterio, fuera una fortaleza romana. Está a mitad del camino que une Jerusalén con Antioquía, pasando por Amán. Es un punto clave de una autopista de la antigüedad, además de un centro de referencia de espiritualidad para los cristianos», dice la directora italiana Maria Luisa Forenza. «Aquí viven como los primeros cristianos. Si existe un concepto de lugar sagrado es aquí, donde nacieron muchas de las primeras órdenes cristianas», agrega.
Con el estallido de las armas se convirtió en el objetivo de las facciones enfrentadas en zonas de guerra. Sobre todo, por su vocación de ser un pilar de la ayuda humanitaria en medio de un conflicto asimétrico con múltiples actores, muchos de ellos externos. «La guerra ha llevado hasta las puertas de este monasterio a muchos refugiados que han sido acogidos por igual. Sin preguntar de qué religión eres o de dónde vienes. No es solo un credo o una fe, es una educación del alma, una educación a la humanidad que los monjes ponen en práctica con el otro. Este monasterio es un paraíso en medio del peligro y los sirios lo saben», señala Forenza.
El verdadero corazón de este remanso de paz y caridad es la madre superiora, Agnès-Mariam de la Cruz. Nació en Líbano hace 68 años, de padre palestino y madre libanesa. La prematura muerte de su progenitor la empujó a abrazar el movimiento hippie con 16 años. Con 19 puso fin a sus excesos y entró en el convento de clausura de las carmelitas, al norte de Beirut. Dos décadas después se trasladó a Siria para devolver a la vida este monasterio piedra a piedra. Con el tiempo se ha convertido en la protectora de la comunidad y el patrimonio cristianos en Siria. Ha sido miembro del proceso de reconciliación nacional sirio a través del movimiento Mussalaha, que significa reconciliación. Con él promueve el diálogo en el país. Una mediación que le llevó a ser nominada en 2014 al Nobel de la Paz, pero también a ser la principal diana de las amenazas de muerte el Estado Islámico, lo que le ha obligado a moverse con escolta en seminarios internacionales. El título del documental Motherfortress es un homenaje a su labor. «Es una mujer con una fuerza inaudita. La palabra fortaleza es un reclamo a la entereza no solo de madre Agnès, sino de todos los monjes que han resistido a la guerra. En ellos en encontrado una gran vitalidad y mucho amor por la vida, algo que nunca imaginé posible en tiempos de guerra», incide Forenza.
Victoria Isabel Cardiel C. (Roma)
Imagen: La religiosa Agnès-Mariam de la Cruz
antes del reparto de alimentos.
(Foto: María Luisa Forenza)