Una persona gira su existencia, su corazón, hacia el ideal de la plena verdad cuando comprende que su vida es breve y, por el momento, imperfecta, y cuando, además, experimenta que ya no puede seguir viviendo como hasta el instante en que la vida misma lo pone en presencia de un misterio.
Maestros decisivos no evitaron la crueldad apenas creíble que se desató sobre el mundo en el siglo XX y que aún, en muchos sentidos, no está controlada. La filosofía actual sobrelleva problemas de orden moral y político de terrible gravedad. Partiendo de la definición de Plotino de que filosofía es to timiótaton –lo que más importa–, es imprescindible distinguir la filosofía primera de las segundas, en un sentido que aún hoy es próximo al que daba Aristóteles. Y sería un error de muy graves consecuencias suponer que la filosofía primera, la metafísica, tiene poca repercusión en la vida humana y en el desarrollo de las sociedades. La vida humana se logra o se malogra en la acción; pero la acción, que se refiere a las cosas, a las demás personas y a mí mismo, no se lleva a cabo más que sobre lo que conocemos, o sea, sobre lo que creemos conocer. Hago lo que hago porque sé lo que sé, incluso si en ocasiones tengo la sorprendente impresión de que termino haciendo algo que no se ajusta del todo a lo que había decidido hacer, en virtud de lo que suponía que sabía.
Existe un ideal no sometido a cambios, que piensa en cómo deberíamos haber aclarado hasta el fondo si nuestras creencias son o no verdaderas, antes de usarlas para actuar –y, al hacerlo, quizá malograr nuestra vida y nuestro entorno–.
La filosofía primera sencillamente propone vivir de pura verdad, y nos hace ver que permanecer en la actitud que ahora tenemos es injusto, irresponsable y, en definitiva, culpable. Y entendemos que este ideal reclama de nosotros una revolución en el acervo de nuestras creencias, que no va estar sostenida únicamente en un movimiento de curiosidad ni en un gesto de científicos, sino que exige algo muy duro en el terreno de lo moral. Se trata de un modo básico de la conciencia del bien, que en este instante no pide obrar según probabilidades, rutinas u ocurrencias, sino que demanda una detención completa de nuestra capacidad de seguir viviendo sin crítica de nosotros mismos. La realidad incita a la conciencia a que me vuelva yo todo abstención de mi prisa por existir sin crítica y me convierta enteramente en pregunta. Hay una raíz común para la sabiduría metafísica teorética y para la prudencia entendida como sabiduría metafísica práctica. Debo vivir de verdades, debemos vivir de verdades. Estas verdades no puedo pensar que las tengo ya poseídas, porque jamás las he puesto en tela de juicio y porque ni siquiera sé, normalmente, cuándo y por qué las he adoptado para vivir. Un ideal, por más relevancia cultural universal que posea, debe resonar en la persona singular como un deber o un anhelo o, mejor aún, como una tarea gozosa pero urgente y que lo incumbe hasta el centro de sí misma, hagan lo que hagan los demás. Una persona gira su existencia, su corazón, hacia el ideal de la plena verdad cuando comprende que su vida es breve y, por el momento, imperfecta, y cuando, además, experimenta que ya no puede seguir viviendo como hasta el instante en que la vida misma lo pone en presencia de un misterio.
El auténtico misterio ejerce de suyo la crítica radical y universal de la propia vida, y yo no puedo seguir viviendo igual. Queda, desde luego, en mi mano un buen margen para hacer cosas diferentes, diversos movimientos de la existencia a propósito de un solo y mismo misterio. De hecho, ocurre además que es con la manifestación del primero como llego yo (como llegamos todos) a la libertad.
Calidad y abundancia de los dones de amor
Ahí emerge el misterio segundo de la vida humana. No tiene por qué ocurrir que el sufrimiento del otro traicionado enseguida levante la conciencia de culpa, pero, por lo regular, con el tiempo, a la vista de la desgracia que se ha causado, se revelará el mandamiento ético capital: que no hay que dañar a nadie, pase lo que pase, o sea, que hay fuera de mí, más como tú ajeno que como alter ego, una realidad misteriosamente santa, que me manda sin condiciones cuidado, amor ético. Cuando esta revelación surge, una persona comienza a reflexionar sobre la calidad y la abundancia de los dones de amor que ha recibido ya antes. La responsabilidad hacia lo futuro se carga con el sentido y el peso del arrepentimiento y, aunque no se haya podido desvelar el entero sentido de la muerte, está uno preparado para morir por el otro, para morir por lo invisible. Miramos luego la diferencia abismal entre unas y otras vidas humanas: desdichas insoportables en unas, riquezas de todo orden en otras; el azar del paisaje que nos recibe al nacer; el azar aún más enigmático de la época que nos toca en suerte. Ocurre porque el mundo social no está organizado conforme a la verdad, aunque todos los que se hallan inmersos en él la lleven en los pliegues más recónditos, en las cavernas oscuras de su existencia. Una persona no es ingenua e inocentemente libre, y la vida humana corriente está llena hasta los bordes de ignorancia e incluso de mentira y, así, de violencia. Dejarse llevar por un mundo perverso y ciego termina por convertir a cualquiera en un cómplice más.
Los deseos y los proyectos de todos, mientras no indagan radicalmente qué será en definitiva la verdad más importante, van desviados del objetivo que haría de cada vida y de cada sociedad un paraíso. La sabiduría filosófica conserva beligerantemente la esperanza de un mundo mejor, que tiene que empezar por la crítica radical de lo que viene ocurriendo, pero no la habrá más que si quien la ejerce vislumbra la luz del bien perfecto, la belleza oculta de la bondad, más bella que la belleza misma.
Adaptación realizada por Alfa y Omega
del discurso de ingreso de Miguel García-Baró
en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas
(Foto: Ángel Córdoba)