¿Cuál va a ser la siguiente salvajada? ¿Entrar en los museos y quemar las obras que no respondan a criterios sociales ajustados a la moda? Si somos republicanos, ¿echaremos a la hoguera los cuadros de Velázquez? Si somos ateos, ¿destruiremos la Piedad de Miguel Ángel? ¿Quién detendrá esta cruzada irresponsable, esta conjura de los necios, este auto de fe contra una historia cultural, esta causa abierta contra una civilización?.
El tiempo, decía san Agustín, es un triple presente: el presente, en tanto lo experimentamos; el pasado como memoria presente, y el futuro a modo de expectativa presente. Pero ni siquiera este genio del pensamiento universal se atrevió a adelantar que el pasado bien amañado acabaría por dirigir y encauzar el presente de la sociedad. Todo lo que estamos viendo de ruptura de moldes, todos los aquelarres y derribos de estatuas, todos los disparates indigenistas de políticos americanos, todos los nuevos altares de la religión posmoderna, todos los intentos de desguace de nuestra civilización, todas las marchas de la ignominia, todos los minutos de silencio expiatorio… todo cabalga sobre una historia distorsionada por los profetas de la memoria, del revisionismo airado y demagógico. Y es un claro síntoma de una enfermedad que padece Occidente desde hace ya tiempo: la tiranía de la penitencia, el masoquismo purificador que rebusca en el corazón de las tinieblas de la colonización. Europa contra sí misma.
Libertad sin ira, cantábamos esperanzados los españoles que, a la muerte de Franco, salíamos a la calle para reconciliarnos y estrenar una historia sin odios ni resentimientos dentro de una misma patria. Hoy, tristemente, crecen la indigencia intelectual y la falta absoluta de civismo entre quienes quieren arrebatar a los españoles partes indispensables de su historia y les duele recordar cómo tantos jóvenes eran capaces de vibrar con un poema y una canción que hablaban nada menos que de una España en marcha. Con la tea en la mano, se multiplican quienes piensan que el fuego de la ira es una buena terapia para precipitar los cambios, como si los que la portan acabaran de doctorarse en Historia y actuaran preocupados generosamente por mejorar el presente. Lejos de ayudar, con su iconoclastia, a los ciudadanos a reflexionar, lo que pretenden es imponer su nihilismo y despojarlos de su consistencia cultural para manipularlos más cómodamente. Cualquier medio, por muy perverso que sea, como la interpretación del pasado desde las inquietudes y obsesiones del presente, servirá a su objetivo final de dominación política.
Vivimos tiempos preñados de incoherencia y fingimiento, de maltrato de la sabiduría, en los que se falsea el pasado y se nos roba el presente, cruzando la frágil frontera que hay entre la conmemoración y el olvido, entre el culto a los muertos y la tergiversación del drama que se llora. Una pasión retrospectiva que nos conmina a la evocación maníaca de parcelas de la historia; no para dar a conocer los hechos en su incandescente realidad y despertar tras la amnesia, como dice una cierta izquierda intelectual y política, sino para consagrar una visión profundamente maniquea y deformada de los acontecimientos.
España se queda con la peor parte
Sabemos que no existe pasado que no esté sometido al saqueo, ni historia que no pueda convertirse en un campo de batalla; pero ninguna tierra como la de Europa aparece tan sembrada, en la actualidad, de minas de atrocidades colonialistas, con un ejército de redentores para conjurar sus yerros. Y España se queda con la peor parte en este tsunami de anacronismo y sinrazón, en esta orgía de fanatismo y violencia contra el sentido de la historia, en esta barricada de la protesta contra el alcance de la evangelización. Del pedestal a la hoguera han pasado distintos personajes de la mejor historia de España sin que el Gobierno actual levantara la voz para acallar a los policías del pensamiento, a los talibanes de las consignas huecas, a los inquisidores posmodernos que incendian las calles de Estados Unidos con su propaganda para ilusos y sus insultos a nuestra nación.
En estos días he sentido especial conmoción al ver en los medios informativos las imágenes de la estatua de fray Junípero Serra arrancada de su honorable peana en un parque de san Francisco y profanada en el suelo con salivazos de pintura roja, entre el bramido de una jauría de energúmenos que le llamaban imperialista. Debo confesar que mi sentimiento de indignación y vergüenza por tamaña barbaridad de aquellos descerebrados se mezclaba con el de conmiseración y piedad ante los desvaríos del hombre, fruto de la ignorancia.
Ningún personaje de la historia resiste la aplicación de las normas morales del siglo XXI, pero ensañarse con san Junípero Serra me parece especialmente escarnecedor, porque el intelectual franciscano abandonó su cátedra de Filosofía y Teología en Mallorca para dedicarse a la formación integral de los nativos de California, fundando misiones de cultura y piedad que más tarde se convirtieron en grandes ciudades norteamericanas. Culparle a él y a los franciscanos de crueldad es un auténtico disparate, además de una penosa confirmación de la fortaleza de la leyenda negra, cuya sombra no consigue, sin embargo, ocultar las vergüenzas de otra parte de la historia norteamericana, esta sí menos confesable. Debe recordarse que las mayores atrocidades perpetradas contra los nativos en territorio estadounidense se cometieron en el siglo XIX por su propio Gobierno.
Protejámonos de esta locura contagiosa, de ese pasado impredecible de las manipulaciones políticas. ¿Cúal va a ser la siguiente salvajada? ¿Entrar en los museos y quemar las obras que no respondan a criterios sociales ajustados a la moda? Si somos republicanos, ¿echaremos a la hoguera los cuadros de Velázquez? Si somos ateos, ¿destruiremos la Piedad de Miguel Ángel? ¿Quién detendrá esta cruzada irresponsable, esta conjura de los necios, este auto de fe contra una historia cultural, esta causa abierta contra una civilización?
Fernando García de Cortázar, SJ.
Catedrático de Historia Contemporánea Universidad de Deusto.
Imagen: Estatua de fray Junípero Serra
derribada en San Francisco (Estados Unidos).
(Foto: Reuters/David Zndaman)