Hoy he llorado al ver mis propias manos. Iba al volante, camino de mis hijos. Y al ver mis dedos enrojecidos, su contorno encendido por la luz del sol, he roto a llorar. En ese instante preciso he intuido debajo de la piel los huesos, todas las venas y dentro de las venas la sangre fluyendo como una riada.
Un diseño exclusivo, mis manos. Que no empata ninguna de todas las catedrales del mundo. Una estructura delicada, tan flexible como la hoja de un ginkgo. Y he entrevisto todo el amor que ha hecho posible mis manos. Eso que a veces llamamos Dios, con demasiada facilidad. O amor o vacío. O lo que quiera que sea. Y también he visto en ese instante lo lejos que vivo de ese amor que me ha dado a luz. Perdóname, le he dicho. Perdona mi pecado, que es el único pecado que existe: vivir de espaldas a este instante. A cada instante de mi vida, enredado en los pensamientos. Le he pedido perdón a este amor del que estoy hecho, con el que he sido fabricado desde la aurora del mundo. El mismo amor que sostenía en ese instante las montañas que había en el camino, a cada lado. Los árboles. Cada insecto que flotaba alrededor del coche. Y he tenido que parar, muerto de amor, sabiendo que estaba fuera del tiempo. Que me había colado en la vida eterna, igual que un niño asoma los ojos por el telón de una actuación teatral en la que se ha colado sin una entrada.
No he visto nunca, en ninguna playa del mundo, una piedra que desentone al lado de otra piedra. Que desafine. Están todas las piedras ahí, arrojadas sin estrategia. Cada piedra con una geometría y una tonalidad concretas. Pero hay una armonía, una música que el ojo escucha. Yo creo que los poetas intentan esta misma música con las palabras. Apilando las letras. Y que los pintores hacen lo propio con sus óleos. Y lo mismo los compositores, con los sonidos. Pero que nunca, ni por asomo, empatan esta rara belleza sin cálculo que está por todas partes, en el mundo.
Por la tarde, en el albero de un parque público, encontré una caligrafía inexperta, parecida a la letra de un escolar. Dos líneas paralelas que serpenteaban y creaban ondas como las que dibujan los monjes zen al rastrillar la arena de sus jardines. Unos metros después, despejé la incógnita: eran las huellas que iban dejando las ruedas del andador que empujaba un anciano con párkinson. Este anciano anónimo, sin saberlo, era un pincel que en ese preciso momento escribía algo que no comprendo. La carta más bonita que he recibido nunca.
JESÚS MONTIEL
Escritor
Publicado en Alfa y Omega el 23.1.2025