Ciudad del Vaticano, (VIS).- »Los Magos representan a los hombres de cualquier parte del mundo que son acogidos en la casa de Dios, delante de Jesús ya no hay distinción de raza, lengua o cultura». Son las palabras del Santo Padre en la homilía de la Santa Misa, en la solemnidad de la Epifanía, en la Basílica Vaticana. Publicamos a continuación el texto completo que el Papa ha pronunciado tras la lectura del Santo Evangelio y el anuncio del día de Pascua que este año se celebra el 27 de marzo.
»Las palabras que el profeta Isaías dirige a la ciudad santa de Jerusalén nos invitan a levantarnos, a salir; a salir de nuestras clausuras, a salir de nosotros mismos, y a reconocer el esplendor de la luz que ilumina nuestras vidas: »¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!». »Tu luz» es la gloria del Señor. La Iglesia no puede pretender brillar con luz propia, no puede. San Ambrosio nos lo recuerda con una hermosa expresión, aplicando a la Iglesia la imagen de la luna: »La Iglesia es verdaderamente como la luna: no brilla con luz propia, sino con la luz de Cristo. Recibe su esplendor del Sol de justicia, para poder decir luego: »Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí». Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Por eso, los santos Padres veían a la Iglesia como el »mysterium lunae».
Necesitamos de esta luz que viene de lo alto para responder con coherencia a la vocación que hemos recibido. Anunciar el Evangelio de Cristo no es una opción más entre otras posibles, ni tampoco una profesión. Para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio. Muchas personas esperan de nosotros este compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre.
Los Magos, que aparecen en el Evangelio de Mateo, son una prueba viva de que las semillas de verdad están presentes en todas partes, porque son un don del Creador que llama a todos para que lo reconozcan como Padre bueno y fiel. Los Magos representan a los hombres de cualquier parte del mundo que son acogidos en la casa de Dios. Delante de Jesús ya no hay distinción de raza, lengua y cultura: en ese Niño, toda la humanidad encuentra su unidad. Y la Iglesia tiene la tarea de que se reconozca y venga a la luz con más claridad el deseo de Dios que anida en cada uno. Este es el servicio de la Iglesia, con la luz que ella refleja: hacer emerger el deseo de Dios que cada uno lleva en si. Como los Magos, también hoy muchas personas viven con el »corazón inquieto», haciéndose preguntas que no encuentran respuestas seguras, es la inquietud del Espíritu Santo que se mueve en los corazones. También ellos están en busca de la estrella que muestre el camino hacia Belén.
¡Cuántas estrellas hay en el cielo! Y, sin embargo, los Magos han seguido una distinta, nueva, mucho más brillante para ellos. Durante mucho tiempo, habían escrutado el gran libro del cielo buscando una respuesta a sus preguntas – tenían el corazón inquieto – y, al final, la luz apareció. Aquella estrella los cambió. Les hizo olvidar los intereses cotidianos, y se pusieron de prisa en camino. Prestaron atención a la voz que dentro de ellos los empujaba a seguir aquella luz – y la voz del Espíritu Santo, que obra en todas las personas -; y ella los guió hasta que en una pobre casa de Belén encontraron al Rey de los Judíos.
Todo esto encierra una enseñanza para nosotros. Hoy será bueno que nos repitamos la pregunta de los Magos: »¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo». Nos sentimos urgidos, sobre todo en un momento como el actual, a escrutar los signos que Dios nos ofrece, sabiendo que debemos esforzarnos para descifrarlos y comprender así su voluntad. Estamos llamados a ir a Belén para encontrar al Niño y a su Madre. Sigamos la luz que Dios nos da – pequeñita…; el himno del breviario poéticamente nos dice que los Magos »lumen requirunt lumine»: aquella pequeña luz -,. la luz que proviene del rostro de Cristo, lleno de misericordia y fidelidad. Y, una vez que estemos ante él, adorémoslo con todo el corazón, y ofrezcámosle nuestros dones: nuestra libertad, nuestra inteligencia, nuestro amor. La verdadera sabiduría se esconde en el rostro de este Niño. Y es aquí, en la sencillez de Belén, donde encuentra su síntesis la vida de la Iglesia. Aquí está la fuente de esa luz que atrae a sí a todas las personas en el mundo y guía a los pueblos por el camino de la paz».
La estrella es el Evangelio, y siguiéndola llegamos a Jesús
A medio día y tras la celebración de la Santa Misa en la Basílica de San Pedro, en la Solemnidad de la Epifanía del Señor, el Papa Francisco se asomó a la ventana de su estudio en el palacio apostólico para rezar el Ángelus con los fieles y peregrinos que se dieron cita en la Plaza de San Pedro.
»En el Evangelio de hoy -ha dicho- el relato de los Magos, llegados desde Oriente a Belén para adorar al Mesías, confiere a la fiesta de la Epifanía un alcance de universalidad. Y éste es el alcance de la Iglesia, que desea que todos los pueblos de la tierra puedan encontrar a Jesús, y experimentar su amor misericordioso. Es éste el deseo de la Iglesia: encontrar la misericordia de Jesús, su amor. Cristo acaba de nacer, aún no sabe hablar y todas las gentes – representadas por los Magos – ya pueden encontrarlo, reconocerlo, adorarlo. Dicen los Magos: »Vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo».
»Estos Magos eran hombres prestigiosos, de regiones lejanas y culturas diversas, y se habían encaminado hacia la tierra de Israel para adorar al rey que había nacido. Desde siempre la Iglesia ha visto en ellos la imagen de la entera humanidad, y con la celebración de hoy, de la fiesta de la Epifanía casi quiere guiar respetuosamente a todo hombre y a toda mujer de este mundo hacia el Niño que ha nacido por la salvación de todos. En la noche de Navidad Jesús se ha manifestado a los pastores, hombres humildes y despreciados, algunos bandidos, dicen; fueron ellos los primeros que llevaron un poco de calor en aquella fría gruta de Belén. Ahora llegan los Magos de tierras lejanas, también ellos atraídos misteriosamente por aquel Niño. Los pastores y los Magos son muy diversos entre sí; pero una cosa los une: el cielo».
»Los pastores y los Magos nos enseñan que para encontrar a Jesús es necesario saber levantar la mirada hacia el cielo, no estar replegados sobre sí mismos, en el propio egoísmo, sino tener el corazón y la mente abiertos al horizonte de Dios, que siempre nos sorprende, saber acoger sus mensajes y responder con prontitud y generosidad -ha continuado-. Los Magos, dice el Evangelio, al ver »la estrella se llenaron de alegría». También para nosotros hay una gran consolación al ver la estrella, o sea en el sentirnos guiados y no abandonados a nuestro destino. Y la estrella es el Evangelio, la Palabra del Señor, como dice el Salmo: »Tu palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino». Esta luz nos guía hacia Cristo. ¡Sin la escucha del Evangelio, no es posible encontrarlo!».
»En efecto -ha añadido-, los Magos, siguiendo la estrella llegaron al lugar donde se encontraba Jesús. Y allí »encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje». La experiencia de los Magos nos exhorta a no contentarnos con la mediocridad, a no »vivir al día», sino a buscar el sentido de las cosas, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida. Y nos enseña a no escandalizarnos de la pequeñez y de la pobreza, sino a reconocer la majestad en la humildad, y saber arrodillarnos frente a ella. Que la Virgen María, que acogió a los Magos en Belén -ha finalizado- nos ayude a levantar la mirada de nosotros mismos, a dejarnos guiar por la estrella del Evangelio para encontrar a Jesús, y a saber abajarnos para adorarlo. Así podremos llevar a los demás un rayo de su luz, y compartir con ellos la alegría del camino».