«La Revolución rusa ha sido uno de los acontecimientos que más ha transformado la historia de Occidente. Ha marcado la historia y todavía sigue dejando sus huellas en el siglo XXI». Así la ve cien años después Stephane Courtois, historiador francés e investigador del Centro Nacional para la Investigación Científica (CNRS, por sus siglas en francés) autor de El libro negro del comunismo.
Courtois, que ha ofrecido un balance desmitificador de este acontecimiento en el congreso Cien años de la Revolución rusa, organizado la semana pasada por la Universidad CEU San Pablo, defiende que lo que ocurrió en Petrogrado en lo que se ha dado en llamar la Revolución de Octubre «no fue ni un golpe militar ni una insurrección popular», sino «una toma de armas» por parte de «unos miles de activistas armados que ocuparon la ciudad».
A principios de 1917, Rusia estaba envuelta en una situación política y social ingobernable. Mientras se desgastaba en el frente de la Primera Guerra Mundial, el interior de sus fronteras languidecía por conflictos internos: una economía eminentemente rural dificultaba el desarrollo industrial que animaba otras naciones europeas; el zar parecía incapacitado para tomar las riendas de un país lastrado por una organización social casi feudal; la efervescencia intelectual de aquellos años contrastaba con una cultura predominantemente tradicional; un sinnúmero de campesinos sin tierra emigraban a las ciudades en busca de algo que llevarse a la boca; las manifestaciones y revueltas eran cada vez más frecuentes; el Ejército se mostraba cada vez más remiso a embarcarse en campañas militares que solían acabar en derrota… Todo esto constituyó el caldo de cultivo para que el 2 de marzo (según el calendario juliano vigente entonces en Rusia; febrero según nuestro calendario), el zar Nicolás II abdicara y comenzara así un nuevo régimen caracterizado por la inestabilidad del Gobierno de Kerenski y el auge de los soviets.
Hacia la guerra civil
En esta tesitura emerge la figura de Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin. Cuando ahora una «historiografía revisionista» alaba románticamente la figura de Lenin, «y olvida que no fue el pueblo el que hizo la revolución, sino unos cuantos activistas», Courtois recuerda que Lenin «despreciaba la democracia parlamentaria y quería una dictadura del proletariado férreamente controlada por unos pocos dirigentes. Quería una transformación violenta de la sociedad y no dudó en utilizar el terror para gobernar. Todos aquellos activistas tenían en mente el modo en que triunfó la Revolución francesa, y pensaban que sin una guerra civil no podía haber revolución. Un ejemplo de ello es la creación la CSKA, una policía militar violenta. Un buen comunista es un buen chekista, solía decir Lenin».
El principal protagonista de la Revolución de Octubre «se rodeó de hombres que no dudaban a la hora de usar la violencia, realizar atentados o acuñar moneda falsa…», y su oportunidad llegó en octubre de 1917, cuando los rusos enlazaron una serie de derrotas en la guerra, tras las que miles de soldados desertaron y dejaron las armas.
Esta situación de inestabilidad fue la ocasión que tomaron los violentos para iniciar lo que Courtois llama «una auténtica guerra civil», que acabó en pocos meses con la disolución de la Asamblea constituyente que había gobernado el país desde la abdicación del zar. Era octubre de 1917, y así, bajo la batuta de Lenin, se implanta desde 1918 a 1922 «un régimen totalitario que más tarde será tomado como modelo tanto por Stalin como por Hitler».
Manifestación de obreros y de la Guardia Roja en Petrogrado en octubre de 1917
(Foto: ABC)
Este modelo trascendió incluso las fronteras rusas y se expandió por la fuerza en otras naciones a lo largo del siglo XX: China, Vietnam, Corea, Cuba, Angola…, además de otros países, como España, en los que la importación de la revolución no llegó a cuajar. Según Courtois, el balance de muertos que trajo esta expansión no son daños colaterales de un sistema perfecto aplicado imperfectamente. Al contrario, él habla de una «identidad criminal del comunismo»; de hecho en su informe recoge todos los actos criminales provocados por la ideología comunista en el mundo, y concluye que el número de víctimas mortales que provocó esta ideología no baja de los 100 millones.
Un sistema inviable
Si san Juan Pablo II decía que el comunismo no cayó por causa de un agente externo, sino por sus propias contradicciones internas, Courtois afirma que, «en primer lugar, el sistema económico era inviable, sobre todo la eliminación de la propiedad privada, que envió a un desastre económico total y al hambre de buena parte de la población».
El comunismo sigue ejerciendo hoy una poderosa fascinación, especialmente sobre los más jóvenes. «Hoy asistimos a una vuelta de las pasiones revolucionarias –explica Courtois–, y es algo que yo no me explico. Proust escribe en En busca del tiempo perdido que “los hechos no penetran en el mundo de nuestra creencias”. Es así: el comunismo en realidad es un sistema de creencias, aunque los hechos muestren otra cosa, e incluso exactamente lo contrario».
Por eso, para muchos viejos militantes comunistas, la publicación de El libro negro del comunismo en 1997 «fue una tragedia, lo mismo que pasó cuando Solzhenitsyn publicó su Archipiélago gulag. La fuerza de la propaganda comunista ha sido muy grande durante décadas en todo el mundo. Lo que había detrás nadie se lo podía imaginar, ni siquiera los anticomunistas más acérrimos». Pero Courtois, que fue marxista-maoísta de 1968 a 1971 para luego pasar a una posición mucho más crítica, resuelve con humor: «Yo he pasado por ahí, pero se puede salir».
Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
Imagen: Lenin arenga a las masas durante la revolución
(Foto: ABC)