El prestigio del clero y la asimetría de edad y poder entre el abusador y el menor explican la relativa facilidad con que se han llevado a cabo estas conductas de abuso, así como la incredulidad inicial de las familias de las víctimas
La mayoría de los abusadores sexuales de menores no pertenecen al clero, sino que son personas laicas cercanas al entorno del menor (familiares, profesores, monitores, etcétera). Los depredadores sexuales entre sacerdotes y religiosos varones (en las mujeres, laicas o religiosas, las desviaciones sexuales, como la pedofilia o el exhibicionismo, son mucho menos frecuentes) pueden constituir del 2 % al 5 % del total del clero, pero generan muchas víctimas, especialmente entre chicos adolescentes y niños prepúberes. Una vez llevado a cabo el primer abuso, se rompen las inhibiciones morales y los abusadores se convierten en unos adictos al sexo (de pensamiento y obra), bien con la misma o con diferentes víctimas, a las que ven con una mirada sucia.
Al margen del daño generado a los menores, el rechazo social suscitado contra el clero corrupto deriva del carácter de un grupo que debe ser ejemplar (se les reconoce como guías espirituales en los ámbitos religiosos y educativos) y que, por ello, produce más indignación.
Los abusadores sexuales han actuado más en regímenes cerrados (seminarios, internados…), en donde era más fácil ejercer el control sobre los menores, y en aquellos casos en los que las víctimas tenían unos lazos familiares más débiles, es decir, que eran más vulnerables por la falta de cariño experimentado. El prestigio del clero y la asimetría de edad y poder entre el abusador y el menor explican la relativa facilidad con que se han llevado a cabo estas conductas de abuso, así como la incredulidad inicial de las familias de las víctimas.
El riesgo de pederastia deriva de un problema de insatisfacción sexual o de una atracción anómala por los menores. El sacerdocio, que implica celibato y contacto con los niños jóvenes, puede ser una coartada inconsciente para la homosexualidad y la pedofilia, pero, en otros casos, estos pueden ser resultado de un celibato difícil de soportar a lo largo de la vida. Muchos sacerdotes abusadores, no necesariamente pederastas, han sentido inclinación por buscar esporádicas satisfacciones sexuales en aquellas personas (menores) que tienen más a mano y que menos se pueden resistir. Los abusadores sexuales, a diferencia de los pedófilos, actúan, sobre todo, sobre preadolescentes o adolescentes (no sobre niños, que son el blanco preferido de un pedófilo) y pueden mantener también relaciones sexuales con adultos.
Mecanismos de autoengaño
¿Cómo se puede afrontar el conflicto ético de ser guías espirituales, con la exigencia moral que ello comporta, de menores a los que están causando un profundo daño emocional con sus conductas sexuales? La forma de hacer compatibles las normas de conciencia estrictas con las conductas de depravación ha sido mediante el recurso a las distorsiones cognitivas justificativas del abuso sexual. Así, el diálogo interno de muchos religiosos abusadores ha estado presidido por la presencia de pensamientos sesgados que se repiten una y otra vez y les permiten tener una conciencia tranquila. Entre estos pensamientos, a modo de ejemplos, figuran los siguientes: el sexo con los niños es en realidad la expresión de un cariño del que carecen en casa; las caricias no son sexo, son solo una expresión de amor y mejoran la intimidad con el menor; a los menores les gusta porque, si no, ya se habrían negado; si no hay violencia, al niño no le va a afectar emocionalmente; es el niño el que me seduce. Como se puede ver, los mecanismos de autoengaño son muy habituales en estos casos.
Al margen del carácter prioritario de la atención psicológica y social a las víctimas, se requiere prevenir el abuso sexual en el clero. Ello supone reorientar la selección de los seminaristas y prestar atención a la formación en los seminarios, haciéndolos más abiertos e integrados con la sociedad; hacer un esfuerzo por detectar tempranamente el abuso sexual, prestando la debida credibilidad y atención a las víctimas; y denunciar a las autoridades judiciales a los autores de lo que constituye un delito, no meramente un pecado.
Los abusadores deben reconocer lo ocurrido, sin escudarse en subterfugios, analizar las circunstancias del abuso, asumir sus responsabilidades civiles y penales y tratarse psicológicamente (toda persona tiene derecho a una segunda oportunidad) para encarar su futuro y evitar la reincidencia. La premisa fundamental es que nadie tiene la culpa de su inclinación sexual, pero todos somos responsables de nuestros actos. A nivel cautelar, hay que evitar que los pederastas sigan en contacto con jóvenes.
A modo de conclusión, cabe decir que en muchos casos los sacerdotes son capaces de sublimar la sexualidad, es decir, de regularla en aras de un bien superior. De hecho, hay gente muy promiscua sexualmente y que está desequilibrada y gente célibe que está equilibrada. Sin embargo, los abusos pueden ser reflejo de las dificultades personales para vivir el celibato obligatorio e incluso de la inadecuada presencia (o incluso el miedo) a la mujer en medios eclesiales, que puede potenciar la inmadurez afectivo-sexual de ciertos componentes del clero.
Enrique Echeburúa
Catedrático de Psicología Clínica de la Universidad del País Vasco. Académico de Jakiunde
(Foto: Pixabay)