Gracias a los obispos «el caos no ha sido mayor, porque han servido de guía para que el pueblo no tome la justicia por su mano: nos han pedido ser valientes, justos y correctos en nuestra lucha, porque el bien siempre vence al mal», afirma Juan. Él y Auxiliadora son dos jóvenes nicaragüenses que, pacíficamente, se han alzado contra el Gobierno de Ortega. La Policía los persigue. Y tienen miedo. Pero son valientes y hablan clandestinamente con Alfa y Omega, porque «el mundo tiene que saber que nos están matando»
No ha sido fácil localizarla. Ella no puede estar en el mismo sitio mucho tiempo «por ser parte de las autodefensas para evitar los saqueos, por salir a las marchas para denunciar los asesinatos, las desapariciones… solo por eso cualquiera me puede denunciar y en el mejor de los casos puedo acabar en el Chipote», prisión de alta seguridad famosa por sus torturas donde iban a parar los narcos, y ahora los jóvenes que protestan contra el Gobierno de Ortega, «que acaban saliendo de allí como bultos envueltos en sábanas».
La conversación se da a trozos, a través de diversos canales de comunicación, porque «el Gobierno está espiando las conversaciones». Pero ella, llamémosla Auxiliadora, es valiente y su único objetivo es que «el mundo sepa que nos están matando». Como aquel 17 de julio en Masaya, cuando pasó todo el día sin levantarse del suelo de una casa «por miedo a que una bala perdida me matara. Ese día la Policía empezó a disparar contra civiles desarmados a las seis de la mañana. Hasta las 12:00 horas no pararon».
Masaya, Managua y Jinotega son, hasta ahora, las ciudades con más muertos y desaparecidos. El Gobierno se ha lavado las manos con una nueva ley «llamada de terrorismo, creada ex profeso para arrestar a las personas que han luchado por Nicaragua». Y hacerlo en un marco legal. Aunque, como afirma Juan, la situación está volviéndose tan extrema «que mucha gente afín al Gobierno ha dejado de serlo debido a la brutalidad con la que está actuando la pareja presidencial». Muchos de los integrantes de los grupos parapoliciales recibían un dinero a cambio de servicios, y cuando desistieron, «el Gobierno empezó a ofrecerles el doble. Aun así, mucha gente se ha retirado, así que han empezado a liberar prisioneros con delitos como robos, violencia a mujeres, posesión de drogas… con la condición de que los apoyen».
Los abusos que venían de atrás
Él, llamémosle Juan, es un psicólogo que, desde los primeros ataques a las universidades, colaboró en un grupo organizado para ofrecer terapia psicológica a los estudiantes atrincherados. «Fue difícil, porque todo debía ser en secreto por el miedo a ser perseguidos y asesinados, pero logramos finalmente acompañar a varios jóvenes que habían visto morir a sus amigos».
Juan recuerda cómo los abusos del Gobierno venían de largo: «El malestar en la población era anterior a la noticia sobre la nueva reforma del seguro social». Esa fue la gota que colmó el vaso lleno de negligencias y abusos «que estaban dejando en quiebra las instituciones y al pueblo como único damnificado». Esto provocó una gran conciencia social, en la que «los estudiantes nos unimos a los jubilados, a los campesinos… para apoyar la causa». Algo que antes no había ocurrido en el país. Y algo que provocó la ira del presidente, que «envió a sus jóvenes a golpear a la multitud. Nunca pensé en ver con mis propios ojos una escena así; se supone que la Policía debía protegernos, no atacarnos». De este modo, el pueblo se convirtió en delincuente al que atacar «con armas de largo alcance que explotan dentro del cuerpo. Porque su objetivo no es sofocar revueltas, es eliminarnos con armas de guerra utilizadas por el Ejército». Esto es «un genocidio».
Sus cabezas, como la de tantos jóvenes cuyo objetivo es «dejar un país transformado donde todos seamos hermanos», tienen precio. «Cada día los paramilitares, que entran como perros en los barrios y en las universidades, secuestran como mínimo a diez personas. Hemos llegado al punto de que cualquier vecino –un sapo–te puede denunciar. Y terminan raptándote en la calle, yendo al trabajo, en el mercado o en cualquier lugar», señala Auxiliadora en voz bajita, para que nadie la escuche. Ya «no existe una vida como la que teníamos antes: los niños no van al parque, la gente no se reúne con amigos o familiares los fines de semana… las calles están desiertas y nadie está seguro en ningún lugar», añade Juan. «Se han roto muchas amistades y hasta familias, debido que no se puede confiar en alguien que es seguidor del Gobierno».
El papel de la Iglesia
«Los obispos han salvado decenas de vidas, sacado a personas encarceladas injustamente por manifestar su derecho a protestar pacíficamente», resalta Juan. Y agradece que, pese a formar parte de la fallida mesa de diálogo nacional, «no han sido neutrales. Porque no se puede ser neutral ante el sufrimiento del pueblo. De hecho, han expuesto sus propias vidas».
El psicólogo afirma que gracias a los representantes eclesiales «el caos no ha sido mayor, porque han servido de guía para que el pueblo no tome la justicia por su mano: nos han pedido ser valientes, justos y correctos en nuestra lucha, porque el bien siempre vence al mal, y si respondemos con violencia, nos convertimos en tiranos, iguales que los gobernantes». La lucha, añade Juan, «también es espiritual. Todos sabemos que Murillo –la primera dama– es fanática de fuerzas oscuras y frecuenta los pueblos donde existen brujos, por lo que todas las personas religiosas estamos más que nunca unidas, orando y alzando la voz. No podemos dejarlo todo en manos de Dios, también tenemos que hacer nuestra parte aquí en la tierra».
El pueblo «no se va rendir. La Iglesia está con nosotros, las madres están con nosotros. Si tiran plomo, regresamos flores. Queremos un país donde no calcinen a los niños, donde no te maten en los hospitales y digan que te suicidaste. Donde no quemen a familias por no dejar sus terrazas a los francotiradores», concluye Auxiliadora.
Cristina Sánchez Aguilar @csanchezaguilar
Imagen: Estudiantes durante una marcha el pasado lunes, en Managua,
para pedir la dimisión del presidente Ortega.
(Foto: REUTERS/Jorge Cabrera)