David Cerdá, que estrena podcast, me pidió el otro día una breve nota de voz sobre la atención. Yo me puse a pensar y a leer al respecto y mis conclusiones no fueron particularmente alentadoras, a qué negarlo. La dispersión es hoy la norma y la atención, en cambio, poco más que una singularidad. Basta una miaja de honestidad intelectual, otra de lucidez y otra, ay, de atención para percatarse. Cada vez nos resulta más difícil leer sin desviar la vista del libro para fijarla en el dispositivo. Cada vez nos cuesta más mantener una conversación tranquila sobre un único tema. Cada vez nos exige más esfuerzo contemplar sin hacer, escuchar sin cotorrear. Ni siquiera estamos atentos cuando más atentos parecemos: por mucho que el móvil nos aísle de la muchedumbre, por mucho que nos ensimisme, por mucho que al usarlo parezcamos circundados por una burbuja impenetrable, nuestra relación con él es de pura dispersión: ávidos de estímulos, incluso un vídeo de dos minutos se nos antoja excesivo; ansiosos de novedad, saltamos de una aplicación a otra como un pajarillo espasmódico que pica de flor en flor sin posarse nunca en ninguna.
Esta dispersión es una desgracia por lo que ya se ha advertido en múltiples ocasiones: porque es una garantía de superficialidad. El fruto necesario, ineludible de la dispersión es un conocimiento epidérmico tanto de las cosas —solo dedicándole sus sentidos, su mente y su tiempo puede uno acercarse a descubrir la esencia de algo— como de nosotros mismos. ¿Cómo conocernos a nosotros mismos si estamos inmersos en un incesante quehacer, si apenas gozamos del sosiego para tumbarnos, arrojar al diablo nuestros dispositivos y mirar inmóviles el techo? ¿Cómo adentrarse en ese misterio que es el yo si nuestra alma, malacostumbrada, reclama estímulos con la avidez de la alimaña que pide su manduca? ¿Cómo cuando ya no es un remanso de paz sino un torbellino de inquietud? Hacen falta mucha atención, silencio, tiempo, para escuchar la voz que se alza desde las entrañas de nuestro ser y nos susurra quiénes somos.
Hay, sin embargo, un efecto de la desatención que apenas se ha tenido en cuenta y que conviene considerar porque también es importante. De algún modo, nos incapacita para el gozo. La atención es algo así como la condición de la alegría y la dispersión algo así como su obstáculo. Los placeres más sublimes, esos que trascienden el mero entretenimiento, esos en los que se nos desvela como en un fogonazo la bondad del mundo o el sentido de nuestras vidas, exigen mucha atención: conversar con amigos sobre algún tema relevante, leer un clásico, contemplar un paisaje hermoso, escuchar la sinfonía con la que los pájaros saludan a un nuevo día… No podemos disfrutar plenamente de ellos si no los vivimos en cuerpo y alma, con todos nuestros sentidos, con toda nuestra mente. El hombre atento habita cada instante como si fuese un retazo de la eternidad y goza en consecuencia.
Dice Enrique García-Máiquez en Gracia de Cristo (Monóculo) que muchas veces la tristeza es «apenas una falta de atención» y añade Jesús Montiel que basta aguzar el oído para escuchar a los seres «cantándonos su aleluya». La idea que subyace a ambas afirmaciones es que solo estando atentos podemos saborear el mundo como un regalo. La atención es necesaria para apreciar el milagro de que, habiéndosenos concedido una alborada, se nos concedan dos; es necesaria para preferir la existencia, ¡incluso la existencia pesarosa!, a la inexistencia; es necesaria para distinguir prodigios allá donde las miradas distraídas apenas perciben una anodina y tediosa normalidad. Solo un alma atenta puede experimentar la gracia del asombro; solo un alma asombrada puede recibir el don de la alegría. Hay una verdad que nuestra época, tan pesimista, tan absorta en su propia sombra, obvia a menudo. Porque la realidad fue creada por Dios, nosotros debemos decir que es muy buena. Y porque es muy buena, solo una intolerable falta de atención puede impedirnos gozar de ella, bendecirla —chin chin— e incluso cantarla en un poema.
JULIO LLORENTE
Periodista y cofundador de Ediciones Monóculo