Siempre estoy a vueltas con la muerte. Que eso iba a ser así pude intuirlo con el fallecimiento de mi abuelo en mi adolescencia. Viví aquel dolor en un silencio que no había probado antes y que me sigue como un sombra. En un momento decisivo de mi formación murió un amigo. Tenía 24 años. Nunca llegaré a entenderlo. Por suerte no tuve que abrir la boca en aquella circunstancia.
Al cabo de los años, poco después de ordenarme, celebré mi primer funeral. Era una chica de 23 años. A sus padres les dolía hasta el aliento. Vine desde Italia para presidirlo. Hubiera preferido evitarlo. Temblé en el avión escribiendo aquella homilía. No conocía ese dolor. Solo podía mirarlo desde fuera con horror. No sabía qué se sentía al tener una hija y no podía saber qué se siente al perderla. Pero tenía que ser capaz de decir una palabra que atravesase la distancia y alcanzase a los que estaban inmersos en aquel dolor desconsolado. Una palabra que diera luz en medio de la oscuridad. Una palabra de esperanza. ¿Era posible?
Desde entonces los rostros con los que la muerte me ha mirado no han dejado de sucederse. Pero aquel temblor no me ha abandonado. No logro acostumbrarme al último enemigo. Da igual la edad. Todas las muertes me parecen tempranas. Hace unos años falleció mi abuela. Por mucho que muriese a una edad avanzada y en una situación médica irresoluble, yo no quería que mi abuela muriese. La muerte siempre me parece fuera de lugar. No deja de ser para mí una ruptura violenta.
Todos los hombres son mortales. Tal es la fragilidad humana que «tan pronto como un hombre viene a la existencia tiene ya la edad suficiente para morir», como sentenció Johannes von Tepl. No hay verdad más universal e irrefutable. El hombre no tiene derecho a vivir. Por mucho que iracundos alcemos el puño contra Dios, la vida no es una prerrogativa de la naturaleza humana. Tenemos vida hasta que dejamos de tenerla. No hay más. Una enfermedad. Un accidente. Un acto de maldad o de desesperación. Algo nos arrebata la vida porque nunca pudimos poseerla por nosotros mismos. Así, la vida aparece definida y confinada en el espacio que la muerte le deja, y no importa cuánto sea.
Aun así, la muerte sigue pareciendo una afrenta, una contradicción. Es como si la vida estuviera pensada para no tener fin. Por eso, la muerte a veces consigue ponerla en jaque. Si morimos, ¿para qué amar o esforzarse? ¿Para que desvivirse por nada o por nadie, si todo acaba? Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Pero incluso eso, el puro divertimento, llega a volverse absurdo. Porque la muerte todo lo deja inacabado e imperfecto. También la diversión. ¿Para qué vivir? Nada que podamos hacer completa la vida. Y si el amor parece llenar con algo más de sentido esta carrera inacabable, ya se encargará la muerte de separarnos.
Por eso, no basta con el cielo. Una vida después de la muerte llegaría demasiado tarde. En algo tenían razón los que sospecharon que el cielo podía ser una alienación si esto que vivimos ahora es un puro valle de lágrimas. Y hablar simplemente del cielo a unos padres que han perdido a su hija puede llegar a resultar una crueldad intolerable. No se puede sublimar el dolor. No hay extensión más grande que esa herida. No se puede y no se debe tapar. Todas las justificaciones y frases hechas que decimos en los funerales deberían estar condenadas. Justo porque no hay nada en el mundo con que cubrirla, la herida solo se deja cubrir por el espacio infinito. Y eso tiene ya un no sé qué de eternidad.
Algo parecido ocurre con la hermosura de las estatuas antiguas, heridas por el tiempo. Faltan cabezas, brazos, piernas. No deberían parecernos bellas. Sin embargo, esas roturas, esas laceraciones de piedra les confieren una belleza que la forma perfectamente acabada y conservada no tiene. Hay en esos torsos imperfectos un presagio infinito. La herida del tiempo es una huella de la eternidad.
Hace unos días tuve que ver cómo un padre bajaba a su hija muerta en brazos desde su casa. Tenía 15 años. La camilla de la funeraria no cabía en horizontal en el ascensor ni en la escalera. Aquel hombre tenía el corazón desgarrado. Pero quiso evitarle cualquier falta de delicadeza al cuerpo de su hija y decidió cargarla él. El sufrimiento era insoportable. El portero del edificio tuvo que taparse los ojos entre lágrimas. Aquel padre afligido con su hija en brazos es lo más doloroso que han soportado mis ojos, pero también lo más hermoso.
En la herida abierta por la muerte se descubre el cielo. Es una profecía. A veces el grito es tan estridente que resulta insoportable. Pero ese grito de queja y súplica comulga de algún modo ya con la eternidad. La única vida que tiene sentido es la que consiga ser toda ella una herida, toda ella grito. El único sentido ante la muerte es una vida que conmueva las entrañas de la eternidad.
CARLOS PÉREZ LAPORTA
Publicado en Alfa y Omega el 25.1.2024.