Hubo un tiempo en el que uno podía escapar de la ciudad para iniciar una vida simple, sencilla como un vaso de agua. Todos tenemos en la imaginación la silueta de una cabaña de madera rodeada de bosque, con solo lo indispensable: cama, escritorio, un puñado de libros. Thureau es un ejemplo, pero también los anacoretas que en los siglos tres y cuatro se mudaron a los desiertos de Egipto y Siria con el fin de simplificar y encontrar la voz de Dios en sus corazones. Eran tiempos donde uno podía encontrar geografías secretas. Ahora no: existen lugares de ensueño, pero atestados de turistas y con wifi. Y la voz de Dios bueno, digamos que anda mezclada con las notificaciones del iPhone.
El solitario actual está llamado a cultivar una paz que pueda mantenerse en pie dentro de las ciudades, en mitad del ajetreo. Además, un aislamiento geográfico no es garantía de una vida interior. Amma Sincletica, una de aquellas mujeres que se instaló en el desierto, recuerda que la verdadera religión está en el corazón: «Muchos viven en la montaña, actuando como ciudadanos, estos han corrido hacia su fracaso, y muchos de los que viven en las ciudades y hacen las obras del desierto, se salvan. Es posible, en efecto, en medio de la multitud vivir solo en el espíritu, y lo es también vivir aislado y con el pensamiento estar en medio de la multitud».
En efecto, uno puede aislarse y estar en muchas cosas, y otro puede estar en muchas cosas y estar aislado. El retiro literal o geográfico es solo una ayuda para alcanzar la metanoia. Los cartujos hablan de tres murallas: aparte de las que rodean el monasterio y lo separan del mundo están las paredes de la celda, y, por último, lo más importante, están las que protegen el corazón de los malos pensamientos.
Un lugar apartado es de gran ayuda: este verano, en un retiro de nueve días, yo mismo experimenté que, una vez se elimina el bombardeo diario de estímulos (internet, lecturas, teléfono móvil), florece una vida desconocida. Pero no podemos retirarnos de manera continuada, irnos a la Grande Chartreuse y desconectar. Por eso mismo la tarea, en este mundo globalizado y tan pequeño como una aldea, es estar en el mundo, pero sin ser del mundo. Es decir, levantar una cabaña dentro de nosotros. Una cabaña portátil.
Llamo cabaña portátil o cabaña interior a la capacidad de estar recogidos en la cola del supermercado, en el banco o en pleno atasco en la autovía, y que consiste en una vida interior exuberante, que no se incomoda en lugares superpoblados o con muchos decibelios. Una soledad que no depende de las circunstancias, de ahí que sea interior. Y portátil porque se desplaza con uno y lo acompaña. De manera que no hay excusa: allí donde estemos y en cualquier situación, podemos siempre recogernos en este domicilio íntimo, a salvo de los depredadores.
Entrar en la cabaña interior es muy sencillo:
Cierra la puerta de tu habitación. O, si estás caminando, concéntrate en todo aquello que no eres tú: colores, formas, personas, sonidos.
Respira despacio y repite, con cada respiración, el nombre de Jesús.
Con la perseverancia del célebre peregrino ruso, pasado un tiempo, el corazón empezará a calentarse como una estufa, y el frío del mundo resultará cada vez menos brutal. Podremos vivir a bajo cero, sin congelarnos. Uno sentirá que dentro tiene un bosque, que dentro de ese bosque hay bestias con aspecto sanguinario, pero todas inofensivas. Detrás de estas bestias, si avanzamos, descubriremos la luz amable de una ventana, la ventana de una cabaña, la cabaña donde nos está esperando nuestra propia vida.
Jesús Montiel
Escritor
Publicado por Alfa y Omega
6.11.2022