En las últimas semanas estamos todos pendientes, entre tantos otros problemas graves, también de lo que debe ocurrir con la reparación que la Iglesia y los poderes públicos deben a las víctimas de abusos (por el momento, sexuales, no aún de conciencia o poder) ocurridos en el ámbito eclesiástico —en sentido amplio—.
Ante todo, creo que es evidente que la Iglesia no debe pensar que se trata aquí de un llegar a un acuerdo solo entre ella y el Gobierno, porque tiene que ser una verdad efectiva —y no solo proclamada sin ninguna consecuencia real— que quienes importan esencialmente son las víctimas. Muchas de ellas siguen confiando con una tenacidad admirable en que la Iglesia se ha de comportar como lo que exige su vinculación con Cristo. Sería una barbaridad marginarlas justo en este tema delicadísimo y que puede ayudar mucho a que un número grande de vidas y de esperanzas se reconstruyan.
En este sentido, por supuesto que hay que colaborar con el Estado, conforme a la justicia más elemental y también de acuerdo con las recomendaciones contenidas en el informe que el Parlamento pidió al Defensor del Pueblo. Hay que colaborar para fijar un plan global que se adecue a las necesidades de quienes han sufrido lo que probablemente no imaginan quienes no han tenido nunca cerca a alguien afectado por los abusos. Por cierto que para estos recomiendo muy encarecidamente que lean cuanto antes el libro del padre Goujon, SJ, víctima infantil él mismo, que se ha titulado en español No abusarás.
La Iglesia no puede empezar poniéndose a la defensiva y llamando la atención sobre tantísimo sufrimiento al que es en principio ajena. Todo lo que enturbie el claro mensaje de plena disposición a colaborar con el Estado trabaja en la profundización del descrédito de la propia Iglesia. Este descrédito importa mucho porque es un nuevo modo de restar esperanza auténtica a la gente. En algún lugar de Madrid he sabido por testimonio directo que el catequista es recibido por su joven público como «el pederasta». Los chicos, me decía el pobre insultado, no saben qué significa esa palabra. Pero la cuestión es que otros, los padres, lo saben y no reflexionan en la barbaridad que están diciendo. Repito: lo realmente más grave es que las verdades salvadoras del Evangelio interrumpen su tradición si la gente que tiene la responsabilidad de continuarla es vista como indigna de cualquier confianza. No, la Iglesia debe arrimar su hombro desde el primer momento; debe, incluso, adelantarse, aunque luego reclame que en el plan global del que hablamos tengan voz todos los colectivos de víctimas de todos los ámbitos.
El Ministerio de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes ya ha elaborado un documento hacia la estructuración de ese plan global, en el que se lee que «es preciso asumir la obligación de reparar tanto por parte de la Iglesia como de los poderes públicos. En ambos casos, la reparación debería ser simbólica, restaurativa e integral, incluida la compensación económica». Unas líneas más abajo, dice este texto:
En los casos en los que se haya extinguido la responsabilidad penal por fallecimiento del victimario o prescripción, es necesaria la regulación de un procedimiento ad hoc para el reconocimiento y reparación de estos hechos, según criterios claros y públicos».
No es lo menos importante la cuestión de la reparación simbólica. Cambiando «sociedad» por «Iglesia», estoy plenamente de acuerdo con este otro pasaje: «Es necesario, en consecuencia, que la sociedad organice actos simbólicos que sean expresión pública de este reconocimiento, de la gravedad del daño causado, de las consecuencias que ha provocado en las vidas y de asunción del compromiso de responder al reto de su reparación y prevención. Un acto en que participen las víctimas y/o supervivientes y sus familias voluntariamente, si así lo desean». Por mi parte, este aspecto de la cuestión se puede y se debe afrontar ya mismo. Pensamos ya en una ceremonia en el exterior de la catedral de Madrid, seguida por un acto dentro del templo, especialmente dedicado a quienes no han cortado toda relación con la Iglesia. Naturalmente, no reemplazará todo esto a lo que el Estado parece comprometido a hacer por su parte. Y no se pospondrá de ninguna manera el problema de las compensaciones económicas, solo sobre la base de las cuales tiene sentido pleno la reparación simbólica.
Sin duda, los comités u oficinas que el Papa ha ordenado abrir en cada diócesis tienen que extender su papel desde el de meras oficinas de denuncias, como se ha dicho por un tiempo, al de lugares de escucha, formación, prevención y sanación, correspondientes a esa definición de la Iglesia hoy que ha dado el mismo Papa: un hospital de campaña —no solo, claro está, en el terreno de las víctimas de abusos sexuales y espirituales—. Por lo que conozco, bastantes obispos españoles y muchos equipos de laicos formados, comprometidos y urgidos por la enfermedad social del abuso están trabajando en esta manera de entender y organizarse.
En cuanto a las reparaciones económicas, la dificultad no está tanto en las que se sigan de condenas en los tribunales civiles o canónicos cuanto en las que conciernen a casos que hayan prescrito. Hay poca duda a propósito de que la Iglesia debe aquí ser justa y generosa. En el documento ministerial se dice «que se propone la creación de un órgano especial de carácter temporal que tenga como finalidad la reparación de las víctimas de agresión o abuso sexual infantil en aquellos casos en que, a causa de la prescripción del delito o de la defunción del victimario, no se haya podido seguir un proceso penal contra este. Se trataría de un órgano independiente, integrado por especialistas, que exigiría la colaboración de la Iglesia católica para hacerse cargo de la totalidad o una parte sustancial de las compensaciones». No deberíamos ser reticentes en esta cuestión. Como ya se hace muchas veces, quizá no muy organizadamente y sin disponer de baremos objetivos, órdenes religiosas y diócesis sienten la obligación de estas compensaciones: ha habido tratamientos psiquiátricos o psicológicos muy largos y caros; se han perdido trabajos; se ha enfermado, porque el cuerpo olvida en estas cosas menos aún quizá que olvida el alma. La destrucción de una gran parte de la vida de una persona ha ocurrido y al menos la cicatriz permanecerá. En Repara vamos recogiendo testimonios emocionantes y escalofriantes sobre los que es preciso montar la sensibilización y la formación hacia un futuro muchísimo mejor. Se sabe que la Iglesia en Francia o en ciertos estados norteamericanos, por ejemplo, ha cargado con problemas financieros arduos, pero no ha escurrido el bulto. No miremos a lo que otros hagan, porque lo que importa es adecuar nuestra realidad a la clara exigencia humana y evangélica. Si en una de estas comisiones diocesanas se atiende —por supuesto, gratuitamente— a víctimas que llegan a denunciar a la diócesis, la comisión respaldará el procedimiento.
Hay luego que tener muy en cuenta que el texto ministerial al que me vengo refiriendo lleva un título general que puede sugerir que en él solo se trata de los abusos en el ámbito de la Iglesia católica; pero después el plan que ahí se diseña queda completamente abierto a la protección de la infancia en general y de cuantas víctimas se produzcan, sea donde sea. Contiene, por tanto, muchas propuestas que espera poder implementar en un espacio de tiempo que considero muy corto, que intentan beneficiar a todos y que no aluden a la Iglesia católica como si fuera ella la principal responsable de lo que ha sucedido y sigue sucediendo.
Un club deportivo, un colegio sin participación eclesiástica, una universidad pública pueden tener colectivamente, si cabe hablar así, una culpa no menor que la Iglesia, para no hablar del espanto de la violencia intrafamiliar; pero la Iglesia asume su responsabilidad —tiene que asumir su responsabilidad— con toda urgencia, diligentemente, sin compararse con lo que otros hacen o dejan de hacer. Los seres humanos somos gentes de dudosa condición moral en todos sitios y en todas las condiciones, pero la justicia y la caridad del Evangelio superan inmensamente nuestras limitaciones y nos llevan a un terreno que quizá muchos no entiendan. Pero las víctimas no podemos permitir que se sientan rechazadas y tampoco ellas nos entiendan.
MIGUEL GARCÍA BARÓ
Coordinador de Proyecto Repara en Madrid
Publicado en Alfa y Omega el 13.6.2024