No por menos esperado ha sido menos doloroso conocer que es constitucional la ley del aborto del año 2010. En el momento de escribir, la sentencia aun no es pública, pero sus líneas generales se conocen por la extensa nota de prensa publicada. No la conocemos, pero sí sabemos unas circunstancias que hacen especialmente penosa la decisión. Porque lo es que algunos de los miembros del Tribunal Constitucional no se abstuvieran pese a que la habían prejuzgado, o que esa sentencia se dicte ahora y no años atrás. No sé cuál habría sido el resultado, pero, desde luego, hace diez años, por ejemplo, estaba aún reciente su doctrina contraria a una ley de plazos.
Añádase algo no menos hiriente. El partido que promovió el recurso de inconstitucionalidad pudo haber derogado la ley y no lo hizo. La impugnó, pero en esos años llevó al Tribunal a personas que eran partidarias de la constitucionalidad de esa norma, lo que explica el retraso de estos 13 años; y, para más escarnio, su líder actual nos dice que está de acuerdo con la ley que su partido había cuestionado, luego nunca la derogará.
Estas son las circunstancias que rodean a esta sentencia y, dicho esto, es bueno recordar cuál es su contexto. Habrá que recordar que la ley de 1985 buscaba satisfacer esas reivindicaciones feministas que consideraban que si doloroso es abortar, el dolor se acentuaba sentando en el banquillo a la mujer que había abortado en circunstancias especialmente dramáticas, aunque no se le exigiese responsabilidad penal alguna. Ese era el sistema de indicaciones, convertir en ley unas eximentes de responsabilidad que antes se apreciaban caso a caso.
En el año 2010, durante el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, se promulga la ley que se ha declarado constitucional. Su finalidad es sacar el aborto de la lógica del Código Penal, legalizar la aplicación fraudulenta de la anterior ley, hacer legal unas prácticas con las que España llegó a erigirse en paraíso del «turismo abortivo». Porque, pese a contar sobre el papel con la legislación más restrictiva de Europa, teníamos, de hecho, aborto libre: reinaba la impunidad.
Con esta ley se da el paso de declarar el aborto como un derecho. No lo dice abiertamente —la palabra «aborto» no aparece en el texto de la ley—, sino que se camufla hablando de salud sexual y reproductiva, de manera que abortar es un aspecto más del derecho a la salud aderezado con la llamada a la dignidad y a la libertad de la mujer.
Por la nota de prensa sabemos que la sentencia ampara toda la legislación. Esto afecta no solo a la declaración del aborto como un derecho, sino que respalda la idea de que no se dé ninguna información a la embarazada que se plantee abortar, es decir, que no se facilite información alguna que pueda disuadirla de esa idea. Se explica así que ya se haya penalizado a aquellas entidades que ayudan e informan a la mujer desde un punto de vista provida. A su vez, se respalda que la objeción de conciencia se aplique restrictivamente, enterrando la idea de que los derechos fundamentales —y la objeción de conciencia lo es— se interpreten siempre extensivamente.
En definitiva, no es una ley que se limite a declarar el aborto como derecho, que ya es grave, sino una ley militantemente abortista, decididamente promotora de la cultura de la muerte. Es más, hace de esa cultura signo de identidad del Estado, la declara como uno de sus fines: ahí está la llamada Estrategia Nacional de Salud Sexual y Reproductiva, su implementación en la enseñanza en todos los niveles, o que la reciente Ley de Cooperación para el Desarrollo Sostenible y la Solidaridad Global prevea que la acción internacional de España pase precisamente por el fomento de esa estrategia.
Que el Tribunal Constitucional haya consolidado como derecho el que una madre mate al hijo que espera es coherente con un movimiento mundial que busca avanzar en la cultura de la muerte. España es punta de lanza, como lo fue el matrimonio homosexual o recientemente la Ley de la Eutanasia. Esta sentencia es coherente con la intención de Macron de blindar, constitucionalizándolo, el derecho al aborto frente a la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos, que lo ha rechazado. En Francia se plantea abiertamente como reforma constitucional, en España el trabajo sucio se encomienda al Tribunal Constitucional.
El panorama parece ya irreversible y habrá que esperar el devenir de los tiempos —no sé si lo veremos nosotros— para ver cómo futuras generaciones se avergüenzan y escandalizan de lo que hace la generación presente y con el aval de juristas que olvidan qué es el derecho. Ahora, el desafío es educar en el valor y el respeto hacia la vida en todas sus fases, en una sexualidad abierta a la vida, en lograr algo tan paradójico como que con una legislación y un Estado proabortista se respete la vida del no nacido.
JOSÉ LUIS REQUERO
Magistrado del Tribunal Supremo.
Fue vocal del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)