Tal vez ninguna reforma penal en la historia reciente ha tenido tanta trascendencia pública como la denominada ley del sí es sí, por la que se modificaron sustancialmente los delitos sexuales. Sin duda, una razón ha sido su deficiencia técnica, que ha provocado revisiones de sentencias aplicando la nueva ley, que se pretendía más rigurosa, como más favorable. Pero quienes la promovieron, quienes la siguen defendiendo y quienes instan su reforma, proclaman con orgullo lo que entienden como un descubrimiento que, hasta ahora, nadie parecía haber entendido: al fin —se dice— se legisla sobre los delitos sexuales a partir del «modelo del consentimiento». Para mantener esta idea intentan convencernos de que, en el mejor de los casos, los delitos sexuales estaban basados en la idea de coacción (hay delito sexual cuando alguien es coaccionado o forzado) y no en la idea del consentimiento (hay delito sexual cuando alguien no consiente). Lo cierto es que no hay descubrimiento, porque esta idea aparecía en la ley y en las decisiones de los tribunales desde hace décadas. Esta confusión no es casual: como el origen del movimiento hacia la reforma se sitúa en la sentencia de La Manada, lo relevante allí se convierte en foco central de atención. ¿Y qué era importante en el caso de «la manada»? A mi juicio, tres cuestiones: la primera se refiere a quien se encuentra con una fuerte alteración de la conciencia —podría ser, como en este caso, por el alcohol o por las drogas— y a los límites de su aceptación; la segunda se concreta en si es posible pensar en una coacción derivada del propio contexto en que tienen lugar los hechos, como en el caso de actuaciones en grupo frente a la víctima y no solo cuando de forma explícita se amenaza con un mal al otro; y, por último, la pregunta por el valor de la declaración de la víctima, cuando dice que no consintió, frente a la declaración del acusado o de los acusados, que mantienen lo contrario, teniendo en cuenta que el marco en que esto tiene lugar es un proceso penal en el que a cualquier acusado se le presume inocente si no se demuestra su culpabilidad.
Todas estas preguntas tienen que ver con el consentimiento, pero —según creo— no solo con el consentimiento. En el autor de un delito sexual que, por cometerlo, prescinde del consentimiento de la víctima, se pone de manifiesto su desprecio por la persona de la víctima. En cierto modo, la deshumaniza, porque la utiliza como un instrumento para lograr su fin, puesto que respetar a otro como persona implica, en el ámbito de lo sexual, actuar como el otro quiere.
Propongo que, quien lee estas líneas, se detenga en esta reflexión, porque entenderá que esto mismo sucede en delitos sexuales cuando las víctimas son personas que no tienen capacidad para prestar su consentimiento y su tolerancia, o incluso su aceptación, es inadmisible como una decisión emitida con libertad. Es indiferente que esto suceda porque, en ese momento concreto, la persona no está en condiciones de elegir, o porque se llegue a esta conclusión por su edad o por su capacidad, puesto que siempre se asume que cualquier elección está condicionada por la posición superior en la que se encuentra la otra persona. En uno u otro caso, para respetar al otro como persona, ha de valorarse si se encuentra en condiciones de aceptar cualquier tipo de relación con significado sexual. Se trata de una prohibición absoluta: no cabe realizar ninguna acción de carácter sexual sobre el cuerpo de otro cuando su edad, sus condiciones mentales o su estado en un momento determinado hacen que su asentimiento sea inaceptable. Y la razón de esa prohibición es, precisamente, la exigencia de respetar al otro como persona.
En otras palabras: todos los delitos sexuales suponen la despersonalización de la víctima, sea porque se prescinde de su consentimiento, sea porque se acepta su consentimiento cuando es inadmisible. Esto sucede cuando se utiliza la fuerza física, pero también cuando se aprovecha que la víctima está drogada —o incluso se provoca esa situación— o cuando la víctima es menor de 16 años. Por eso, lo que caracteriza a un delito sexual es la deshumanización de la víctima, su despersonalización, porque el autor de un delito sexual trata a su víctima como un mero objeto.
Si se acepta esta idea, debe admitirse un presupuesto y una consecuencia. El presupuesto: la esfera de la vida sexual es esencial porque conforma la propia personalidad y resulta inadmisible la forma en la que, con frecuencia, se banaliza la educación sexual. La consecuencia: sobre esta idea ha de encararse el debate sobre la prostitución y la pornografía, porque pueden implicar despersonalización, y la medida de nuestras libertades se encuentra en nuestra dignidad.
CARLOS PÉREZ DEL VALLE
Catedrático de Derecho Penal y decano de la Facultad de Derecho Universidad CEU San Pablo.