La guerra fratricida que se ha abierto entre los Gobiernos de Moscú y Kiev, a raíz de la ofensiva militar iniciada por las Fuerzas Armadas de la Federación Rusa el 24 de febrero de 2022 con la invasión del territorio ucraniano, ha llevado a la escalada radical de un conflicto que ya venía desarrollándose entre ambas naciones desde 2014.
Las implicaciones humanitarias y políticas son ahora muy graves y múltiples. De hecho, por un lado, la fuerza desbordante del arsenal militar soviético está siendo empleada masivamente por Vladimir Putin para expandir su dominio hacia Occidente y, por otro, toda la Alianza Atlántica se ve obligada a reaccionar para defender su independencia, libertad y autonomía democrática, salvaguardando la soberanía del pueblo ucraniano.
La desproporción de medios y hombres sobre el terreno con Rusia ha hecho necesaria la ayuda militar de Estados Unidos y de la Unión Europea a Ucrania, una acción que conduce cada vez más al mundo hacia un conflicto mundial.
La dimensión religiosa, y especialmente la unidad del cristianismo, se ha visto perturbada por esta campaña bélica. El patriarca ortodoxo Cirilo ha dado plena legitimidad a la guerra santa de Putin, mientras que el pueblo ucraniano también ha reclamado autonomía frente a Moscú desde el punto de vista de la fe ortodoxa.
En este sentido, la posición de la Iglesia católica se ha pronunciado de forma constante y firme, oficial y extraoficialmente, en contra de esta operación militar especial, tratando firmemente de evitar que la religión cristiana sea objeto de politización indebida e instrumentalizada.
En su mensaje pascual urbi et orbi del 31 de marzo, el Papa Francisco utilizó palabras inequívocas, revelando el significado último no solo del compromiso diplomático asumido hasta ahora por el Vaticano, sino de la correcta interpretación católica que debe guiar las futuras negociaciones. «Que Cristo resucitado —aclaró el Santo Padre— abra un camino de paz para las poblaciones atormentadas de esas regiones. Mientras pido que se respeten los principios del derecho internacional, espero un intercambio general de todos los prisioneros entre Rusia y Ucrania: ¡Todos para todos!». Esta declaración fue interpretada en ciertos sectores como una provocación imprudente y utópica. Pero —debemos preguntarnos—, ¿cuál es el sentido correcto de una propuesta tan audaz viniendo directamente de la cátedra de Pedro?
Para el Papa, la persona humana en su dignidad universal está sin duda a la cabeza de todos los intereses. La Iglesia no puede obligar a las partes a cesar las hostilidades. En última instancia, su tarea espiritual, inseparable de su propia misión sobrenatural y universal de salvación, le prohíbe tomar partido, obligando, en cambio, a trabajar sin cesar para preservar el bien que toda violencia aniquila en primer lugar, es decir, el respeto del valor trascendente de la vida humana.
Reunir a las familias dispersas, permitir que los niños vuelvan a los brazos de sus padres, es un deber moral universal perfectamente contemplado incluso por las propias normas militares, que debería aplicarse con urgencia en un contexto tan trágico, especialmente para los frágiles e indefensos.
La diplomacia, al fin y al cabo, no consiste en encontrar un equilibrio de fuerzas débil y limitado entre los que ganan y los que pierden; no consiste en defenderse hasta la muerte o ganar matando a todos los enemigos, sino en aceptar que en la guerra, tanto los que se benefician de la agresión como los que se defienden con orgullo de una invasión, son necesariamente derrotados desde el principio. Así pues, el intercambio de prisioneros, tal vez acompañado de un alto el fuego humanitario, sería un primer paso importante hacia la afirmación del honor propio y ajeno.
Por otra parte, precisamente porque de momento no hay voluntad de tregua entre Rusia y Ucrania, es muy valioso que, al menos, el Papa Francisco recuerde públicamente a ambos la necesidad absoluta y prioritaria de encontrar un entendimiento humanitario.
El camino hacia la paz, tanto en Oriente como en Oriente Medio, es un proceso largo y tortuoso. La Iglesia se manifiesta en toda circunstancia, con su propensión última al diálogo y al encuentro entre pueblos y civilizaciones, como el único bastión de esperanza que puede liberar las conciencias de todos nosotros de esta voluntad de violencia imperante, enferma y destructiva, favoreciendo el resurgimiento de una lógica recíproca de reconocimiento y responsabilidad, sin la cual nunca podrá haber en el mundo ni justicia ni convivencia entre los pueblos, ni futuro para el género humano.
BENEDETTO IPPOLITO
Profesor de Historia de la Filosofía Medieval en la Universidad degli Studi Roma Tre.
Publicado en Alfa y Omega el 15.4.2024.