Es un lugar común que los católicos habitamos un contexto adverso. No me refiero solo a las persecuciones padecidas en países recónditos, lejos de los focos y las cámaras. También, sobre todo, pienso en los católicos europeos. Vivimos como extranjeros en una civilización que avanza en sentido opuesto al que nosotros desearíamos. Nuestras pretensiones se antojan cada vez más ajenas, misteriosas, ilógicas.
A la complaciente idea de una muerte eutanásica —digna, dulce— los católicos le oponemos la amarga convicción de que la vida no le pertenece ni siquiera a quien la vive. A la halagadora idea de que cada uno es libre de hacer lo que quiera nosotros le oponemos la irritante certidumbre de que cada uno es libre para hacer lo que debe. A la optimista fe en el progreso, la realista desconfianza en el hombre. Somos ese personajillo molesto que quiere poner fin a la diversión en su mismo apogeo, ese amigo resabiado que te sermonea cuando tú solo buscabas aprobación.
Es lógico, por tanto, que nos seduzca la tentación de tomar el hatillo y abandonar el mundo a su suerte. Es lo que proponen Rod Dreher en La opción benedictina y algunos buenos, inteligentes, amigos en la barra del bar. Marginados por una sociedad hostil, condenados al desánimo y a la pesadumbre, expuestos nuestros hijos a toda clase de perversiones, apenas nos queda la alternativa de fundar nuestras propias comunidades. Subyace la idea de que el mundo ya no puede ofrecernos sino corrupción y de que lo mejor, visto el panorama, es que velemos por él en la distancia, como los monjes. Urge alejarse de la ciudad para contemplar los lirios del campo y celebrar Misas tridentinas, para cultivar la tierra y educar a nuestros descendientes en una fe perseguida.
Comprendo la opinión, naturalmente, pero no puedo compartirla del todo. Percibo en ella algo así como un maniqueísmo. La propuesta de Dreher se basa en una precaria concepción de la tesis agustiniana de las dos ciudades («dos amores fundaron dos ciudades…»). Es como si los católicos estuviéramos definitivamente salvados y el mundo irremediablemente condenado, como si el mundo ya no pudiera aportarnos nada a nosotros y nosotros, a nuestra vez, no pudiéramos aportarle nada a él. Pero Agustín sabe de la existencia, incluso de la proliferación, de católicos que son ciudadanos terrenos y de no católicos que son ciudadanos celestes; de católicos que viven para sí, contumazmente entregados al amor de sí mismos, y de no católicos que viven para otros, virtuosamente consagrados al prójimo. Al feliz proyecto de retirarnos a los confines de la tierra le sigue la más que probable consecuencia de soslayar una verdad importante: que incluso el más pecador de los hombres puede darnos una lección, mostrarnos quizá una caridad olvidada. ¿Cómo rechazar la posibilidad de una gracia semejante?
Pero hay un segundo motivo más relevante. Dreher argumenta que hemos de alejarnos del mundo porque está muy mal. Yo replico que hemos de zambullirnos en él precisamente por eso mismo. Jamás una época había suplicado tan desesperadamente nuestra presencia. ¡Jamás nuestro testimonio había sido tan estrictamente imprescindible! La explicación es sencilla. Cuanto mayor es la desorientación, más indispensable es el Camino; cuanto más apabullante es la mentira, más necesaria es la Verdad; cuanto más evidente es la decadencia, más perentoria es la Vida. La sociedad que ha apartado a Dios de sus quehaceres, que vive la ficción de una dichosa autosuficiencia, que se postra ante ídolos de chicha y nabo, ¿no es acaso la que más requiere el Evangelio? ¿No son las épocas oscuras las que más ardientemente imploran Su luz…?
No se nos ha concedido el don de la fe para retenerlo, sino para difundirlo; no se nos ha dado la luz para brillar, sino para iluminar. ¿Podríamos hacerlo enclaustrados en nuestros edenes quiméricos, encastillados en nuestras torres de marfil, a salvo de la corrupción y la impureza? Como los primeros cristianos, que arrostraron peligros y acogieron martirios, aspiramos a ser pájaros cantores en el vacío, jardineros en el desierto, la sal de una tierra que se ha vuelto sosa. No debemos concebir el mal como un impedimento, sino como una estimulante oportunidad. La miseria ya no habrá de parecernos una condena, sino una alegre condición: la condición para que la misericordia del Verbo se derrame por doquier.
JULIO LLORENTE
Periodista y cofundador de Ediciones Monóculo.
Publicado en Alfa y Omega.
28 de diciembre 2023.