El Papa deja hoy la República Democrática del Congo para dirigirse a Sudán del Sur. Gratitud y alegría indescriptibles en Kinshasa por este encuentro que ha desgarrado las lógicas depredadoras y de posesión.
África vista desde la República Democrática del Congo es muy diferente de cuando se está fuera de este continente. Basta un día y el ángulo de perspectiva se eleva increíblemente, se hace posible reconocer lo que, desde muchas otras latitudes, paradójicamente, se escapa y se olvida: aquí el corazón humano es capaz de regocijarse por un encuentro. La paz, la concordia, la fraternidad surgen realmente de la relación, que en este lugar se toca y se ve. En el país de los diamantes se celebra si viene a visitarnos un amigo, se siente uno honrado por la visita de un pariente, un abuelo, que comparte su historia, la sabiduría de toda una vida. La palabra alegría no se ha vaciado de significado, no es superficial, sino que parece plena, porque no está ligada a un momento efímero, sino al hombre. Es la alegría del encuentro que llenó las calles, los pasos elevados, el aeropuerto de N’Dolo, el estadio de los Mártires, durante la visita del Papa Francisco. El deseo era ver, escuchar, pero también saludar, homenajear, celebrar, compartir. Y esta alegría, en África, se canta, se toca, se baila. Emociones reflejadas en los ojos a menudo humedecidos por las lágrimas, en las sonrisas abiertas de niños, adultos y ancianos, que se encontraban caminando junto al Sucesor de Pedro, siguiendo la conciencia de la esperanza que se funda en Cristo. En este país, donde un europeo probablemente no encontraría las «comodidades irrenunciables» a las que está acostumbrado, es posible rastrear la raíz viva de todo, tanto bueno como malo.
Tal vez sea porque el hombre no ha sido anestesiado por la opulencia del bienestar, o porque aquí el tiempo aún no está totalmente marcado por el frenesí del hacer, sino por el respiro del sol, de la naturaleza. Kinshasa es una ciudad caótica y desordenada, donde las chabolas, en calles de tierra y asfalto, se alternan con montones de basura, edificios en construcción, casas cuidadas y esqueletos de hormigón. El tráfico parece no tener reglas, los vehículos, si no están embotellados, se mueven, lanzándose rápidamente, continuamente a izquierda y derecha. La mayoría de los coches están abollados, con los espejos retrovisores atados con alambres y cinta adhesiva para que no se caigan, las puertas de los autobuses de transporte público suelen estar abiertas para que quepa el mayor número de gente posible, algunos viajan de pie sobresaliendo. La policía y los militares vigilan las calles, tienen largas cachiporras que agitan contra quienes infringen las directrices. Hasta cuatro personas se suben a las pequeñas motos. Muchos niños juegan detrás de chapas de colores que delimitan espacios vacíos, las mujeres llevan sacos de todos los tamaños sobre la cabeza. La mirada de los habitantes es siempre la misma: te atraviesa. En esta tierra donde conviven y chocan las contradicciones de la riqueza subterránea y la pobreza, la belleza de la naturaleza y la guerra, lo que prevalece es el impulso imparable de la gente, toda proyectada hacia adelante. «La República Democrática del Congo será un paraíso». Esta esperanza no es una expectativa, una quimera, sino lo que se escucha de toda una generación, de quienes, llevando a Cristo, construyen día tras día entre los escombros, la corrupción, los descartes, la violencia, el abuso, la explotación y la división tribal. Quizá sea precisamente esto lo que asusta a quienes saquean, aplastan y silencian a África, a quienes pretenden relegarla a un problema por resolver o a unos Estados a los que hay que ayudar.
Todos recuerdan aquí las dos visitas de San Juan Pablo II, pero también la muy reciente del cardenal Parolin, que vino en julio en representación de Francisco, quien aplazó el viaje por dolores en la rodilla. El Secretario de Estado del Vaticano trajo la promesa de que el Santo Padre vendría. «Ha pasado un año», suspiró el Pontífice en el avión que se dirigía a Kinshasa. El Papa ha sido fiel a su palabra y este pueblo no lo olvida, se siente honrado, respetado, amado. Francisco ha alimentado en el país, donde la Iglesia es floreciente, la certeza del horizonte, la conciencia del vínculo en Cristo. Este continente está creciendo enormemente, no sólo en términos de producto interior bruto, pero las oportunidades no vendrán del coltán, del petróleo, de las piedras preciosas -sin duda serán instrumentos-, sino de la memoria del hombre, del deseo de encontrarse, de la vitalidad, de la juventud, del deseo de estos pueblos, que permitirán a toda la humanidad experimentar nuevos desafíos, cambiar, crecer, desarrollarse. Esta es la inversión de perspectiva aportada por el Papa, que indicó la luz de Cristo como el faro a seguir, porque en Él se disuelven las lógicas coloniales o depredadoras, permitiendo al hombre llegar a ser él mismo en relación con los demás.
MASSIMILIANO MENICHETTI
Vatican News
Imagen: Viaje Apostólico del Papa Francisco a la República Democrática del Congo.
(Foto: Vatican Media)