¿Qué queréis hacer con vuestra vida? ¿Quién queréis llegar a ser? Estas preguntas lancé en mi última hora de clase a los alumnos de segundo de Bachillerato. Se hizo el silencio. El vértigo hundía sus miradas. El futuro incierto se agolpaba en sus corazones. Han reclamado durante toda su adolescencia una libertad que ahora los asusta.
Ellos pensaron que bastaba con hacerse todos el mismo peinado y resbalar por la pendiente de la voluptuosidad. Ahora la realidad aparece para ellos completamente desnuda y, avergonzados, tratan de cubrirla con el taparrabos de su atrofiado deseo. Se escudan en el descarte. Saben algunas cosas que no quieren hacer, pero el campo es tan basto que no saben ni por dónde empezar. Aquello me dejó contrariado. Me pareció que iban a la deriva.
Me siguió la preocupación de camino a casa y se quedó varios días conmigo. Me acompañaba en mis desvelos. Tanto me rondó que se giró contra mí. ¿Acaso sabía yo con certeza qué quería hacer y quién quería ser? Sentí esa incomodidad que conlleva el atrevimiento de la pregunta. Especialmente si se hace a mitad del camino de la vida. Hace falta mucho valor para plantearse una pregunta así, sin dejar que sean los años pasados los que nos descarten a nosotros.
Porque con la edad mis anhelos se han ido sedimentando en la memoria. La libertad no es solo elegir, sino también asumir los frutos de las elecciones pretéritas, que llenan cada vez más espacio. Así, el lugar que el afecto ocupaba para uno, ahora está invadido por los hijos. Los instantes de huida y desahogo que antes se tenían garantizados, comparten mesa con el jefe y las deudas. Los deseos no han desaparecido, pero viven muy cerca del recuerdo.
En el filo de esa navaja uno puede caerse por dos lados. El primer lado cae por donde se evita la pregunta. Es la tentación de ocupar de forma decidida y prematura la región de los muertos, donde los anhelos son ya solo recuerdos. La vida pasa a ser el paquete de consecuencias del ayer. El presente, e incluso el futuro, están absorbidos en el pasado. Todo está hipotecado. Hay angustia, porque el deseo sepulto se remueve aún en su tumba; pero tan estrecho es su espacio que no se agita más que el agua de la piscina que aún no hemos acabado de pagar. Es un peligro controlado. Es una angustia de fondo, sin estridencias, gris e insípida. Es la pesadez del camello por el desierto.
La caída por el otro lado de la navaja, deporte nacional de mi generación, consiste en la adolescencia permanente. Hay que sacudirse el polvo del pasado. Todo lo ocurrido no existe porque no importa hoy. Mujer, marido o hijos, da igual. Hay que derruir el edificio para ganar el terreno a una libertad que necesita flotar en el espacio absoluto, como el joven cuyo pasado pertenecía solo a sus padres. El futuro debe ser la única causa de nuestro presente. Es una libertad hecha a trompicones y una vida hecha de jirones. Crisis de los 40, lo llaman. Vuelta a las Nike, peinados desubicados y pantalones que hace tiempo que no pueden sentarnos bien. El divorcio exprés y la fluidez del mercado laboral son el andamio de la reforma. Todo parece ligero, y uno siente que revolotea sin que nada se lo impida.
Pero por ahí viene también su condena: justo porque nada se opone, mariposeamos sobre la nada. Sin suelo bajo los pies, dejamos de agitar unos brazos con los que nunca pudimos volar y, cansados, caemos en un vacío sin fondo. Nos hunden las cargas del pasado que, lejos de desaparecer, tienen la vigencia de una pensión alimenticia. También a su tiempo pesan sobre nosotros las nuevas elecciones, cuya melena rubia e insultante juventud vienen con las viejas consecuencias de siempre. La libertad lleva siempre mochila.
Queda la última opción: recorrer el filo cortante de la navaja. No se nos exige revolución ni guillotina. Pero tampoco se nos permite enterrar el corazón. El hombre que por aquí camina debe redimir su pasado a través del anhelo. No soy solo lo que una vez fui, sino quien voy a ser para siempre. El pasado es algo vivo y deseable si está abierto a lo que todavía está por venir. Pero esta apertura obliga a dejar de mirar por el retrovisor. Es necesario que el hombre siempre tenga ante sí eternidad si quiere ser libre. Es necesario estar dispuesto a avanzar. Incluso en la ancianidad se nos exige alargar los dedos para llegar a tocar el cielo. Si dejamos de desear la vida se petrifica en lo pretérito. Es necesario seguir el camino abierto del anhelo, con sus quiebros y curvas, y quién sabe qué cambios de dirección. Porque sí, es posible cambiar de dirección sin quemar el pasado, si se progresa con él, con el debido tributo del agradecimiento. Pero muere todo lo que no crece. Y lo muerto puede conservarse, pero no sirve para nada. Quizá esto es lo que nadie nos enseñó durante la adolescencia. Quizá nadie nos enseñó a crecer.
CARLOS PÉREZ LAPORTA
Publicado en Alfa y Omega el 27.5.2024