«Las parejas de mis colegas se aburren —me decía un amigo—. Solo tienen el trabajo, al otro y un maldito gato. No tienen nada más importante que ellos en sus vidas». Qui no té feina, el gat pentina, se dice en catalán respecto de la ocupación gatuna de quien vaguea. Esa sería para mi amigo la puerta de todas las infidelidades. Viven como adolescentes porque sus vidas no tienen consecuencias. El libertinaje es hoy la salida natural de una libertad irrelevante, reducida a pubertad. Además, decía, en esto no hay diferencia ya entre tendencias sexuales: sin hijos, o con los justos, todos viven igual, todos se aburren de su pareja y de su gato, y juegan a enredarse con otras personas.
Es el colapso de la sociedad liberal. La Revolución hizo bandera de una libertad absoluta: se soñó, no como medio, sino como finalidad. Se la despojó de metas trascendentes: se mató a Dios, augurando que el Estado o la nación serían el polo de atracción fundamental de los individuos atomizados. Se pensó que la libertad aspiraría de forma espontánea a lo más alto de la vida social si se hacía de ella su propia meta. Pero con Dios han muerto los hijos y, por ende, las sociedades. Sin trascendencia vertical, desaparece la horizontal. El resultado ha sido una libertad adolescente, débil, que no quiere luchar por nada, porque no hay nada que lo merezca. Todo es mentira, y la vida individual es lo más parecido a la verdad. Es una libertad circular, vivida por y para uno mismo. Son unos derechos vividos, sin deberes. La finalidad fue la propia vida, y solo la propia. En consecuencia, de manera natural, la vida ha perdido su valor; porque paradójicamente solo gana su valía al sacrificarse por algo más alto que ella, al adquirir el valor de su elevada meta. Solo llega a ser sagrada en el sacrificio. Sin él se consume igual, porque el tiempo pasa inexorable, pero se gasta para nada, porque no hay nada ni queda nada más allá de esa vida individual.
Por eso, lo de la mascota para nosotros en Cataluña ha adquirido consistencia estadística: tenemos ya más mascotas que hijos catalanes. De ahí que se pueda decir, de paso, que una eventual Cataluña independiente no sería republicana ni tampoco feminista, como se dijo. No; la ciencia profetiza que tal Cataluña será zoológica o no será. Pero no os acomodéis por ahí fuera, porque aquí siempre fuimos lo que después llegasteis a ser.
De las parejas que yo preparo para el matrimonio, las que conviven antes de casarse, en su mayoría, tienen mascota. El animal de compañía se ha configurado como el primer paso en la vida común. De la vida separada se pasa a la vida conjunta cuando se comparte un piso y se compra un perrito. El piso solo es el contexto. Porque en esa cohabitación la individualidad debe ser absolutamente afirmada. Se vive con otro para comprobar el grado de encaje en el propio esquema de vida. La cohabitación tiende por lo general más a la yuxtaposición que a la conjunción. He ahí el mortífero veneno para cualquier ulterior matrimonio. Por eso, el perrito es la prueba externa de la convivencia, porque es su primera —y, por lo visto, única— consecuencia. Es la esfera en la que los individuos se atreven a ir más allá de sí mismos. La mascota es la trascendencia de lo individual. Es la responsabilidad y afectividad compartida. Es su allendidad, por decirlo con altisonancia orteguiana. Eso sí, es pequeñita, manejable y suave. Un perrito. Un gatito. Un conejito. Porque el diminutivo mantiene bajo control las consecuencias. Es una falsa trascendencia, porque por mucho afecto que se coja al animal, nunca llega a ser realmente otro respecto de uno mismo. No hay alteridad, porque la mascota llega a ser la extensión de uno mismo con su total sumisión y su incondicional simpatía. Pero simula, en cierta manera y por momentos, un ámbito que trasciende de lo puramente individual y que exige un sacrificio personal y económico.
De ahí que el legislador se viese impelido a cambiar su consideración de los animales: «Esta reforma —reza el preámbulo de la Ley 17/2021— se hace precisa no solo para adecuar el Código Civil a la verdadera naturaleza de los animales, sino también a la naturaleza de las relaciones, particularmente las de convivencia, que se establecen entre estos y los seres humanos. Con base en lo anterior, se introducen en las normas relativas a las crisis matrimoniales preceptos destinados a concretar el régimen de convivencia y cuidado de los animales de compañía, cuestión que ya ha sido objeto de controversia en nuestros tribunales». La dirección de las relaciones es clara, porque se establecen desde los animales hacia los seres humanos. Hay prioridad animal; hay trascendencia. Antes por encima de la unión del matrimonial, más allá de las voluntades individuales, estaban Dios y los hijos. Hoy, lo que ha unido el gato que no lo separe el hombre.
CARLOS PÉREZ LAPORTA