El vía crucis del Viernes Santo en el Coliseo me ha dejado una huella profunda. Las voces de paz de víctimas reales de las guerras que abundan a lo largo y ancho del mundo tejieron sus relatos con la pasión y muerte en cruz de Cristo, dejándose sanar por la paz que brota de sus heridas. Desde sus sufrimientos no disimulados, voces de diversos continentes, edades y estados de vida anunciaron que, para convertirse en artesanos y sembradores de paz (Santiago 3, 18), primero hay que acogerla dentro de uno mismo y dejarse conquistar por ella (2 Corintios 13, 11; Romanos 12, 18). Al escuchar esas voces reconocemos qué dura es la resistencia humana a vivir fraternalmente y cuánta gente de Viernes Santo carga con la cruz de la guerra.
La fuerza débil que brota del Resucitado que es el Crucificado lanza un potente grito contra todas las guerras y su espiral de destrucción y muerte. Esa energía ha guiado a lo largo de sus diez años de pontificado al Papa Francisco en sus denuncias de los falsos equilibrios basados en la estrategia del miedo a la aniquilación y en la desconfianza recíproca, que solo proporcionan inestabilidad, indiferencia y decisiones contrarias al cuidado mutuo y a la fraternidad. Nunca ha dejado de alertar sobre el peligro gravísimo de la posesión y el desarrollo de armas nucleares, químicas y biológicas, que dan a la guerra un poder destructivo fuera de control. Ni se olvida de decir que el actual conflicto en Europa debe servir para visibilizar y sensibilizar ante tantas situaciones de tensión, sufrimiento y muerte que afectan a otras regiones del mundo y habitualmente son silenciadas. Es escalofriante el dato de los casi 450 millones de niños que viven hoy en territorios en guerra. A los refugiados que buscan una vida digna y seguridad les llama «dolientes embajadores de la no escuchada petición de paz» y «testigos de la guerra», clamando contra los discursos políticos que privan a los pobres de la esperanza y los criminalizan, en lugar de buscar modos eficaces de ayudarlos.
Francisco lleva años alertando sobre la ausencia de una política atenta a prevenir y resolver las causas que generan nuevos conflictos, denunciando la alianza del poder político y el financiero, los cuales serán recordados por su incomparecencia cuando más necesaria y urgente fue su intervención a favor del bien. En ese sentido, le asiste al Papa una plena legitimidad moral para criticar la pasividad o los pasos inadecuados de la comunidad internacional, así como para para hablar de la cuota de responsabilidad de la OTAN o de la inoperancia del actual diseño multilateral de la ONU, y en particular de su Consejo de Seguridad, que necesita encontrar caminos de actuación más ágiles y eficaces. Pero de ahí no es legítimo deducir ninguna suerte de equiparación de la responsabilidad de esos organismos internacionales y la de Putin y la dirigencia rusa. Ni tampoco dudar de la cercanía y apoyo inequívoco del Papa a Ucrania o de su contundencia al calificar de absurda y abominable esta guerra de agresión perpetrada por un imperialismo alejado de la justicia y el derecho.
Ante la invasión rusa de Ucrania, Bergoglio ha redoblado sus llamamientos a la cordura, sin perder el estilo de la legendaria diplomacia vaticana que, a lo largo de los siglos, ha edificado sus relatos oficiales sobre la sobriedad para no perder la capacidad de tender puentes en caso de abrirse cualquier resquicio para la paz. Una vez iniciada una guerra, los Pontífices no suelen llamar por su nombre y apellido al agresor, no por cobardía o exceso de prudencia, sino para dejar siempre abierta la posibilidad de parar el mal y salvar vidas. Además, el rechazo frontal del Papa Francisco al uso de la legítima defensa para justificar éticamente los denominados «ataques preventivos» u otras acciones bélicas que entrañan males más graves que el mal que pretenden eliminar (Fratelli tutti, 258), no le lleva a poner en cuestión el valor del principio de legítima defensa ni tampoco la provisión de armas por parte de terceros países a la parte injustamente agredida, cuando esta carece de medios suficientes para defenderse. De hecho, el Papa ha dado el plácet al envío de armas a Ucrania, remachando que eso no disminuye el deber de abstenerse del uso de armas prohibidas ni de hacer todo lo posible por detener la guerra cuanto antes.
Francisco sueña con que los cristianos seamos artesanos de la paz, resistiendo con palabras y obras la tentación de la prepotencia y el olvido de que todos somos hermanos. Esa sabiduría, fundada en los hechos y las palabras de Jesús y acrisolada en el testimonio vital de muchas mujeres y hombres de paz, es el único camino de respeto a la dignidad humana. La guerra siempre deja el mundo peor de lo que lo encuentra y supone un fracaso de la política y de la humanidad, una claudicación vergonzosa frente a las fuerzas del mal. La paz pone al ser humano en la tensión positiva de establecer relaciones que corresponden a su condición de hijo e hija de Dios. Shalom es don divino que requiere el concurso humano para hacerse presente en la tierra como obra de la justicia, la verdad, la libertad y el amor, los cuatro valores cardinales que, según san Juan XXIII en Pacem in Terris, sustentan la paz, don del Señor resucitado, que nos ha reconciliado con su sangre en la cruz y única esperanza para la humanidad herida, sobre todo para quienes viven en un permanente Viernes Santo.
JULIO LUIS MARTÍNEZ
Universidad Pontificia de Comillas.