No puedo evitar una sensación de perplejidad cuando escucho hablar del rey de Inglaterra como cabeza de su Iglesia. Es una señal clara de cuál es mi matriz cultural. La idea de una alianza del trono y el altar está completamente fuera de lugar, mejor sería decir fuera de tiempo, para quien ha sido formado en las ideas de las revoluciones liberales según el molde francés, tan insistentemente incrustado en mi mente y las de mis conciudadanos. Cierto es que en España costó que se aceptara la idea. Costó varias guerras civiles que llamamos carlistas, porque las monarquías se concretan hasta el nombre propio.
Por si eso fuera poco, que puede serlo viendo cómo le va a los principios liberales hoy en nuestras sociedades, como católico tiendo a sentirme más perplejo todavía. La cabeza de la Iglesia es Cristo: así estaba en la catequesis más elemental que recibí. Está muy claro en san Pablo y su doctrina de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. En todo caso, para un católico, la cabeza visible de la Iglesia es el Papa, el vicario de Cristo.
Alguna vez le he oído decir a Philippe Nemo, un catedrático francés especialista en historia de las ideas políticas, que el papado ha supuesto en el mundo católico una fuerte protección frente a la teocracia. El islam, que no tiene una cabeza análoga, tiende a ella y a la confusión de la esfera política y la religiosa de manera casi inevitable. Está por ver si los ensayos actuales para evitarlo consiguen perdurar. Y sería también una vacuna frente al nacionalismo y la idea autocrática o totalitaria del poder del Estado: el Papa de Roma, con su autoridad por encima de estados y naciones, impide que en el imaginario del ciudadano católico pueda arraigar la idea de un poder temporal absoluto. Esas serían dos grandes ventajas temporales del papado si Nemo acierta, y pienso que lo hace.
Y hay más. A finales del siglo XX el Papa y el Concilio establecieron bien clara la doctrina sobre la libertad religiosa y abandonaron como periclitada la idea de la alianza de trono y altar o sus análogos. Es doctrina común entre los católicos que así deben ser las cosas, al menos en nuestro tiempo, y es de desear en tiempos por venir.
Por eso desconcierta tanto que un país con un Gobierno al modo liberal como Inglaterra aparezca de pronto ante nuestros ojos con su rey a la cabeza de su Iglesia nacional, la anglicana. Nacional y, hasta cierto punto, imperial, por cierto… Es el efecto de la conservación de las tradiciones, de esa continuidad tan británica que mira con pena y conmiseración las manías rupturistas del continente. Es muy interesante, porque los británicos han conservado en un estado más puro que otros la ruptura de la reforma protestante y sus afines. Y la conservan no por ser protestante, sino por ser nacional y, por tanto, tradicional. Aquí la tradición es lo que pesa, aunque sea una tradición que nació de una ruptura, que tiene su ironía.
El conjunto de esos desconciertos puede inclinarnos a pensar en la interesante e incómoda relación que siempre mantiene la Iglesia de Cristo con lo temporal. Es imposible una completa conciliación. El poder temporal se siente incómodo ante lo espiritual, que no se deja dominar y tiene pretensiones atemporales. Quiere siempre domesticarlo, hacerlo parte de su esfera de control, someterlo. Enrique VIII decidió hacerlo por la fuerza: desafió al Papa y a quienes lo obedecieran y estableció una nueva Iglesia. El motivo era sencillo: el Pontífice era también un señor temporal y, como a tal, lo desafió y expulsó con su poder de sus propias tierras. Pensó que él conservaría la verdadera religión mejor que los Papas, esos corruptos de Roma incomparablemente más torpes que los reyes de Inglaterra.
Hace ya casi cinco siglos de aquella ruptura y las cosas están cada vez más claras. La Iglesia anglicana es cada vez menos convincente para sus propios fieles. Las nuevas tradiciones la han conducido a una situación en la que conserva una escasa entidad, pero está rodeada de un ritual grandioso y un patrimonio enorme. La presa espiritual se le ha escapado de las garras a la fiera temporal, una vez más. La alianza con el poder terreno se ha demostrado otra vez para los creyentes como una trampa mortal. Pocos dudan de que la condición de cabeza de la Iglesia de los reyes británicos tiene una fecha de caducidad que no está muy lejana.
Vale la pena pensarlo si se quiere contemplar e intentar comprender esa misteriosa realidad que llamamos la Iglesia de Cristo. Todo lo que no está unido a Cristo es irremediablemente temporal. Hasta la historia humana, que mira lo temporal, puede atisbarlo.
PABLO PÉREZ
Catedrático de Historia. Profesor del Máster de Cristianismo y Cultura Contemporánea de la UNAV.