Cumplidos 20 años de la intervención norteamericana en Irak, la región de Oriente Medio se encuentra en una situación de inestabilidad permanente. En primer lugar, aquella acción militar fue seguida de una desintegración del país que condujo al mal llamado Estado Islámico, una caterva de barbarie, y más adelante a la extensión de la influencia iraní. En segundo lugar, las primaveras árabes de 2011 añadieron leña al fuego con las guerras civiles de Siria y de Libia. El largo conflicto sirio, que sufrió el contagio de la debacle iraquí, ha sido particularmente doloroso, con un grado de destrucción enorme y millones de desplazados. Las ondas de choque de dicha guerra también alcanzaron a Líbano. En tercer lugar y como consecuencia, la inseguridad y los atentados a los derechos humanos han aumentado en la región. Esto afecta a las poblaciones especialmente vulnerables, como ancianos y niños, y resulta particularmente cierto por lo que se refiere a las mujeres, con el auge de las corrientes del islamismo extremista. Por otro lado, en Irak y Siria existían importantes minorías cristianas que también fueron objeto de ataques execrables. En 2003 había más de millón y medio de cristianos caldeos en Irak que hoy se han visto reducidos a unas decenas de miles en situación precaria.
Si el objetivo de aquella intervención fue expandir la democracia, usar la fuerza militar no era, desde luego, el mejor instrumento, sobre todo teniendo en cuenta el alto número de víctimas causadas. Si el propósito era acabar con las armas de destrucción masiva, la evaluación fue equivocada. Estados Unidos es un país admirable porque comete errores, como cualquiera, pero después es capaz de reconocerlos. Un minucioso informe del propio Congreso de Estados Unidos, fechado en septiembre de 2006 y titulado Postwar findings on Irak, estableció que no había armas de destrucción masiva en el país ni vínculos de Sadam Huseín con Al Qaeda.
Desde el punto de vista estratégico, la región de Oriente Medio queda hoy como un mosaico de poderes dispersos, con Irán como potencia emergente, Turquía en situación incómoda, la asociación con Rusia de la Siria de Bashar al Asad, y el remanso aparente de paz de los reinos del Golfo, basado en la extracción de petróleo. Estados Unidos sigue siendo un actor clave por su firme alianza con Israel y por su influencia en el Golfo. Pero China está cada vez más presente, como muestra su reciente mediación para conseguir un diálogo entre Arabia Saudí e Irán.
Otra consecuencia muy importante del tsunami provocado por la intervención norteamericana desde marzo de 2003 fue el abandono de toda acción internacional para conseguir una solución negociada del conflicto entre Israel y los palestinos. En aquel momento se habló mucho de la necesidad de tratar esta cuestión al mismo tiempo que se resolvían las posibles amenazas provenientes de Irak. En particular, los países europeos que se opusieron a la intervención insistieron en la necesidad de avanzar hacia un arreglo equitativo de ese problema, que ejercía un impacto negativo en la región.
Los europeos estuvieron divididos sobre la invasión norteamericana de Irak, pero poco después, en diciembre de 2003, fueron capaces de adoptar la Estrategia Europea de Seguridad, que afirmaba la implicación de la Unión Europea en la resolución de conflictos en su vecindario. En particular, establecía que la paz en Oriente Medio era una prioridad estratégica para los europeos. Esa paz debía fundamentarse en la coexistencia pacífica de dos Estados, Israel y Palestina, para lo que la Unión estaba dispuesta a movilizar todos los recursos y contribuir a un esfuerzo conjunto en el que debían participar también Estados Unidos, Naciones Unidas y otros actores regionales e internacionales.
Aquella declaración de principios buscaba expandir el modelo europeo de construcción regional. Tras sufrir guerras espantosas durante siglos, culminadas por la Segunda Guerra Mundial, la Unión Europea era el ejemplo vivo de un nuevo enfoque para instaurar relaciones de cooperación entre vecinos, que permitían el entendimiento y el desarrollo económico. Desde Israel, Shimon Peres habló también de un «nuevo Oriente Medio», en el que los distintos pueblos avanzasen hacia relaciones más constructivas.
Lamentablemente, aquel impulso histórico ha terminado. En la actualidad, las realidades de poder se imponen a los proyectos de evolución hacia escenarios más pacíficos e integrados. Al mismo tiempo, las corrientes de la globalización han perdido fuelle. El problema es que la Unión Europea, que es un nuevo tipo de potencia transformadora, se encuentra más bien perdida y desorientada en este mundo, y se muestra débil a la hora de defender los principios y valores que basan su existencia.
MARTÍN ORTEGA CARCELÉN
Profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense de Madrid