Hace ya unos días que falleció la hermana de un amigo. Tenía poco más de 30 años. Ha muerto de inanición. La anorexia se había apoderado de su cuerpo, que había llegado a considerar intrusivo cualquier alimento. Una gota de agua o una miga de pan bastaban para ahogarla. No volvió a comer hasta su traspaso: «Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios».
El paralelismo da nombre al libro del famoso psiquiatra M. Recalcati sobre este trastorno; en La última cena la paciente se identifica, no con Jesús, sino con Judas: ella decide retirarse de la convivencia comensal, porque elige vivir su debilidad al margen de la comunidad. Para este psiquiatra esta enfermedad no tiene su raíz en la nutrición, sino en la relación. Se trata, dice él, de una enfermedad del amor. De ese modo, la anorexia no es tanto la enfermedad en sí, sino el ensayo de su curación. Equivocada, si se quiere. Pero, solución al fin y al cabo: en una medida exacta, en el control de un supuesto peso ideal, la persona busca su seguridad frente a la mirada de los otros. Se parapeta detrás del número perfecto. Mostrarse delgada, con las medidas ideales, es una manera de esconderse. Esa es la paradoja: aparecer de una manera para desaparecer, camuflarse en la normalidad y disimular los propios sentimientos. Pesar lo que se tiene que pesar, sin exceso, justo lo que pesa cualquiera. En definitiva, lo que se busca es el control de un número impersonal de kilos.
Los padres, asustados, al forzar la ingesta provocarán la reacción contraria: porque de lo que se trata es de independizarse de la medida de los padres con una medida adecuada al mundo. Lo que se busca es estar segura ahí fuera, no en casa. Tanto es así que Fabiola De Clercq —que ha padecido la anorexia— ha llamado a la enfermedad la antimadre: es una seguridad no maternal-afectiva, sino objetiva. Para ella la anorexia pretende ser una emancipación autónoma pura. Claro que esa objetividad no existe y la cifra siempre se volverá ambigua. No hay un número de kilos ideal, porque no existe una idea de mujer capaz de esconder la persona. El yo siempre acaba por mostrarse y corre el riesgo del rechazo. De hecho, a menos kilos más obvio aparece el drama único de la persona. Pero, para entonces, ya es demasiado tarde, porque ya se nada en las aguas de la neurosis: casi siempre se puede bajar algo más de peso… Y ese casi, el límite, orienta la búsqueda de la objetividad. Cuando ya no se puede pesar menos, entonces se habrá alcanzado el peso ideal. Si no se pueden perder más gramos ya no se es culpable de pesar lo que se pesa… Porque es la culpa la que persigue. La culpa de no ser suficiente. De no valer. La culpa de tener una apariencia equivocada e inaceptable. La mirada de los demás nos hace culpables y nos instala en el infierno.
Es ahí donde, una vez más, nuestro modelo de sociedad demuestra aporía. Pero, en lugar de hacer autocrítica, nosotros redundamos en las mismas ideas que nos trajeron aquí. El problema es que no se ha aplicado bien, nos repetimos para salvar la idea del fracaso de los acontecimientos. Volvemos a recurrir a nuestro mito fundacional para reparar los errores y no hacemos sino agudizarlos. Porque el mito de la emancipación individualista es irrealizable. Persona y relación son indisociables: las personas siempre nos vemos y entendemos en la mirada de otro. La autoestima está condicionada por la estima suficiente de otro que se nos ha dado antes, ya sea de los padres, de los amigos o de las relaciones afectivas. La relación es ineludible, y cuanto más se huye de ella, más pánico provoca. Por eso, de nada servirán las absurdas ideas de nuestro siempre errático Ministerio de Igualdad. El elenco de fobias es inútil. Son enemigos de paja que justifican el presupuesto. Las campañas contra la gordofobia son inservibles. Porque ellas siguen solas.
Ni siquiera basta con ver en el fracaso una oportunidad (Recalcati, Elogio del fallimento), donde solo el psiquiatra, previo pago, tiene motivos para amar nuestra existencia errante. Ante su mirada, como mucho, lograremos ser supervivientes ansiosos por justificar la propia vida, por ser suficientes. No. Solo saldremos de este callejón sin salida si devolvemos todas las relaciones a la escuela de la última cena. Porque en ella hay Alguien que gratis nos asume a cada uno con todos nuestros errores. Valemos su sangre cada uno de nosotros, y únicamente quien mide con su mirada aprende a mirar así a los otros. Las familias necesitan vivir de ese banquete. Los colegios no deben enseñar otra moral que esa; no hay otros criterios que los vividos en esa cena. Porque solo en la última cena se justifica nuestra existencia.
CARLOS PÉREZ LAPORTA