«Dios siempre está de buen humor», escribió el poeta mexicano Jaime Sabines. Y tiene razón, pero falla en sus argumentos. Ya no solo porque el dios absurdo que plantea es «un viejo magnífico que no se toma en serio» y al que «le gusta jugar y juega» a esa mofa infinita que es el mundo para él. Sino, sobre todo, porque eso convierte el humor en pura frivolidad.
Los griegos ya vivieron el humor negro de las divinidades como una condena absurda. Pero ni siquiera los dioses alcanzaban un gran gozo. Jugaban con los hombres, no por su simpatía, sino movidos por un largo y hondo hastío. Se distraían de su vacuidad, sin llegar a contentarse nunca. No, no son alegres los dioses griegos. Son seres crueles de sonrisa sarcástica, que vejan a los hombres como los niños aburridos torturan animales en las tardes vacías. Su risa enmascara el llanto neurótico de una vida intrascendente, absurda y aburrida.
Por el contrario, como ha escrito Rodrigo Cortés, bromear consiste en «evitar, con toda seriedad, tomar algo en vano». Esto es así tanto para los hombres como para los dioses. Porque solo puede permitirse la chanza quien tiene el mundo por verdadero. Todo lo demás no es sino burla cínica. Una cortina de humo es un mundo sin humor. Un mundo vacío es una broma pesada. El puro juego irrelevante y arbitrario que no va a ninguna parte es tétrico y únicamente nos hace llorar. Porque los humores se oscurecen ante la vanidad de fatigas y dolores. Un mundo de mentira no tiene ninguna gracia.
Por eso, solo un mundo serio tiene espacio para el humor. Es más, solo la relevancia eterna puede alegrar este valle de lágrimas. El sentido del humor, por necesidad, está inscrito en el sentido eterno del mundo. Porque solo a la luz de la eternidad se le ve la gracia a lo pasajero. Tiene sentido pasar por lo que pasamos si vamos a algún lado. La vida tiene gracia si tiene una meta. Entonces, ya no estamos determinados por los males. Porque ya no son lo definitivo. Tienen valor y un valor eterno, aunque misterioso, porque nos conducen hacia la eternidad. Los sufrimientos son livianos si pasan, y solo pasan cuando pasan para otra cosa. De lo contrario, son terriblemente graves y pesados. Si eso que padecemos no va a ninguna parte, entonces no pasa nunca y se repite eternamente. Se hace determinante. El cielo no es el opio del pueblo, porque da valor a todo como camino: alza la tierra, la libera de una pesadez mortal y la conduce grácil hacia la eternidad.
Esa es la idea que rezuma en todas las páginas del libro La gracia de Cristo. Su sonrisa en los Evangelios, de Enrique García-Máiquez, que ha publicado Ediciones Monóculo en estos días. Este escritor portuense rebusca por todos los versículos de los Evangelios el humor de Jesús. En algunos lugares es más visible que en otros. En todos logra arrancarnos una sonrisa. Pero esos hallazgos no son puro divertimento. No trata de pintarnos a un Jesús modernizado, más simpático de lo que toca. No necesita excederse. El sentido es más hondo.
El juego de palabras del título custodia con astucia la íntima relación entre la graciosa salvación del mundo y la alegría de Dios, sin la cual no se explican las gracias del Salvador. La introducción corre en esa misma dirección. No hay desconexión posible entre la gracia teológica y la gracia humorística de Jesús. Sin ser idénticas, su homonimia esconde una hermandad profunda. Pues no hay nada humano en Jesús que no comulgue con lo divino y que no nazca de Él. De hecho, la simpatía de Jesús brota de las entrañas compasivas del Padre. La simpatía es misericordia. Tan en serio se tomó el mundo Dios que entregó a su propio Hijo para salvarlo. Y Jesús pudo reír, y hacerlo con ganas, precisamente porque se había tomado muy a pecho la vida de los hombres. La gracia de Cristo que mana de su crucifixión y nos libera de la muerte eterna es la misma que se destila en su sonrisa. Jesús sonríe con frecuencia por su victoria definitiva, que garantiza la salvación de todos los momentos de la vida del hombre. Todos ellos son ahora amables. Como nos mostró san Francisco, con Jesús hasta la muerte se vuelve una hermana simpática.
Por eso, creo que García-Máiquez ha descubierto aquí otra vía para la demostración de la existencia de Dios. Y quizá la más impactante, porque las cinco anteriores posiblemente solo alcancen para provocar la fe de los ya creyentes. Salvador Sostres, en una ocasión en la que yo trataba de argumentar de forma sesuda a favor de la existencia de Dios, me respondió diciéndome que a él Dios le caía muy bien. La superficialidad solo es aparente. Se ha dicho que solo el amor es digno de fe. Pero, quizá, solo pueda llegar a creer en el amor quien descubra esa simpatía de Dios por su propia vida. Quizá solo pueda conocer el amor de Dios quien descubra su dulce sonrisa.
CARLOS PÉREZ LAPORTA
Publicado en Alfa y Omega.
Domingo 2 de julio 2023.