A los alumnos de Bachillerato suelo hacerles trabajar textos breves, sobre todo poesías. A partir de ellos trato de ayudarles a descubrir la sed de felicidad que tienen escondida, para que puedan ponerla en el lugar principal que merece. Como su estado habitual es el aplatanamiento, la comprensión resulta tortuosa; pero de ninguna clase he salido sin escuchar opiniones brillantes.
El otro día me pidieron un respiro durante unos minutos. En un ataque de populismo les pregunté de qué querían hablar y me propusieron La isla de las tentaciones. Jarabe democrático. Quise arrancarme el corazón y el cerebro y lanzarlos muy lejos, para dejar que mi difunto cuerpo pudiese asistir sin dolerse a la conversación. Estos chicos ignoran la mayor parte de los nombres de la historia y de la primera línea política, pero tienen un saber enciclopédico sobre toda esa pobre gente que se deja vejar por la televisión. Nunca había visto un solo minuto de ese programa, pero busqué su arrepentimiento a base de ironía. Reuní toda mi altivez y traté de demostrar la nada absoluta que se escondía detrás de sus horas perdidas. Para mi sorpresa no fue así. Es cierto que no sacamos mucho en limpio y que reconocieron una gran vacuidad en todo aquello. Pero no era el puro vacío. Era poco, muy poco, lo que había, y desde luego no merecía tantas horas de atención; pero no era la pura nada que yo me figuraba. Caí en la cuenta más tarde, al volver sobre el comentario de una chica: «Nos reímos de ellos —me dijo—, pero aprendemos lo que no se tiene que hacer».
El argumento no era sólido y no creo que ella quisiera hacer bandera de él. ¿Cómo van a aprender el bien viendo el mal? Uno no aprende a ganar la Champions viendo jugar al Barça, sino al Real Madrid. Sin embargo, no pude salir del colegio satisfecho. ¿Qué significaba realmente aquella frase? Había algo que rescatar ahí. Conocer lo que no se debe hacer significa conocer los límites del propio deseo, descubrir la ley del deseo. ¿Estarían los 1.695.000 espectadores del programa buscando aquello? Me lancé a ver un capítulo y ese pareció ser el leitmotiv: «Necesitaba seguir mi corazón para descubrir lo que quería —dijo una tal Laura— y tuve para ello que dejar de escuchar a mi cabeza». Más allá del paroxismo y la artificialidad de todo, ahí está la clave: la búsqueda de una ley del deseo, que parece oponerse a la razón.
Es cierto que esa búsqueda siempre se muestra degenerada en un interés malsano por lo prohibido, pero es búsqueda al fin y al cabo. Ese programa y sus paralelos, así como las telenovelas y otras cutreces por el estilo aprovechan esa idea. De hecho, parece obvio que todo ese curioseo ha existido siempre. La proliferación de formas transgresivas que explora la pornografía me parece que corre por el mismo cauce. Y no creo que las novelas románticas de líos entre cortesanos tuvieran otro fundamento. Habremos perdido muchísimo en las formas, porque la lengua sale muy castigada, pero la idea es la misma: la de dar una vía de escape al deseo por encima de las fronteras de la vida real de cada uno. El casado fantasea con la vecina del quinto y la casada con el compañero de despacho. El corazón parece desbordar la forma y los límites que le hemos impuesto a nuestra vida al tomar decisiones.
De hecho, el deseo hoy ha caído en la anarquía y toda forma de contención resulta una arbitrariedad violenta. El deseo debe fluir sin dirección y sin descanso. Por eso, La isla de las tentaciones tiene su trampa, porque hace pensar que siguiendo una vez el corazón contra la razón se puede alcanzar el lugar de reposo. Además, aislar a la población del espacio y el tiempo frena la dispersión infinita del deseo. Pero la realidad así vivida lleva a la destrucción sistemática de toda forma de vida, porque el corazón siempre pide más. ¿Será porque no tiene ley?
Si fuera así el deseo no se resentiría nunca en esa evaporación. El deseo tiene ley, pero debe ser descubierta. Y el problema está en la ausencia de adultos capaces de mostrar la concordancia intrínseca entre deseo y ley. Los padres hoy no saben vivir su propio deseo y eso lo estropea todo. Pero la educación paterna, a decir de Zambrano, debería poder representar la ley y la ortodoxia y, al mismo tiempo, recorrer junto al hijo, desde dentro de la heterodoxia, el camino de correspondencia de deseo y ley. Como ha dicho Daniel Capó en Florecer (Didaskalos, 2023), «no podemos escapar del miedo ni de la inquietud, no podemos huir de la angustia ni del dolor. Las heridas son reales; nuestra falsedad, nuestra miseria, nuestros egoísmos, nuestro desencanto y nuestra debilidad lo son, pero no hacen justicia al hombre en su totalidad. La vida familiar, en su lento y constante tejer y destejer, así parece demostrarlo. La familia es la gran educadora porque impide que el nihilismo tenga razón».
CARLOS PÉREZ LAPORTA