Para captar los signos de los tiempos e interpretarlos bien hace falta experiencia humana y dejar que la luz del Evangelio la ilumine (GS 46). Experiencia y Evangelio componen la realidad de los signos que son vida iluminada por la claridad que viene del cielo, y lugares de referencia para una lectura discerniente cristiana de la realidad.
Lo primero que importa tener en cuenta es que experiencia es sentir, pero también incluye conocer, elegir y actuar, pues no es tanto lo que nos pasa, sino lo que hacemos con lo que nos pasa. Hoy sentimos, pensamos, trabajamos o nos relacionamos dentro de las condiciones que marcan los profundos y continuos cambios (¡revolución!) de las tecnologías físicas, biológicas y digitales con su hondo impacto en el ser humano y en la cultura, el empleo, la comunicación, la economía, la política… Se anuncia la posibilidad de fusionar la realidad física en la realidad digital por el metaverso, o incluso de experimentar las dimensiones paralelas del multiverso. Es cierto que casi todo va a una velocidad de vértigo y que estamos inmersos en una atmósfera social violenta que provoca inseguridad y causa irritación. Casi todo es medido y valorado según la utilidad y la rentabilidad —también las personas— y la debilidad de los vínculos sociales nos sitúa en un individualismo del «sálvense quien pueda», paradójicamente acompañado por un gregarismo acrítico de inmersión en la masa. Se torna difícil mantener encuentros interpersonales de calidad y compromisos a largo plazo, y fácil saltar de experimento en experimento, o sea, nos pasan muchas cosas, pero tenemos poca experiencia.
Cuando hablamos de Evangelio no nos referimos a los cuatro Evangelios sino a la revelación divina que nos llega a través de la Sagrada Escritura y la tradición, fuentes constitutivas de la revelación, con la ayuda del magisterio, fuente interpretativa. Conviene tener presente que Evangelio y experiencia humana no son perspectivas paralelas o yuxtapuestas, sino compenetradas entre sí, hasta el punto de que las fuentes nos hablan a través de la experiencia y no al margen de ella; y esta se ilumina gracias a las fuentes y no por sí misma.
Esa experiencia no es el producto destilado por las élites ni un intelectualismo despegado de la realidad; pertenece a la vida concreta de la gente y así remite, por ejemplo, al sensus fidei fidelium (el sentido de la fe de los fieles) que, a lo largo de la historia, la tradición católica ha reconocido como fuente de verdad y sabiduría. Por supuesto, ese sentido no significa que la experiencia pueda ser reducida a lo que hace o piensa la mayoría. De hecho, la apertura les: el gnosticismo, que prescinde de la Encarnación, y el pelagianismo, que desprecia la Gracia.
Para vivir abiertos a la experiencia, necesitamos prácticas que nos conecten con lo real y concreto y favorezcan el diálogo auténtico entre diversas tradiciones de sabiduría y distintos saberes científicos. Los conflictos que afrontamos son de tal magnitud que la sociedad necesita de la participación dialogal de todas las comunidades de sabiduría y todas las perspectivas. Creo que debemos apoyar todo lo que lleve a la participación honesta y a la convivencia respetuosa entre todas las comunidades de sentido, incluidas, por supuesto, las religiosas, sin las cuales no hay mucho qué hacer en términos de motivación y esperanza.
Para que nuestra mirada no pierda la capacidad de descubrir trascendencia en lo que vivimos, necesitamos experiencia y no solo vivencias puntuales de sobreexcitación y aguda intensidad que se disipan en cuanto bajan los estímulos externos que las provocan. Resulta interesante que el término alemán para hablar de experiencia sea fahren (viajar), del cual vienen erfahren (experimentar) y die erfahrung (experiencia); son términos que reflejan bien el dinamismo propio del ser humano. Así, la experiencia en su sentido más amplio es «la comprensión adquirida a través de un viaje; solo puede adquirirse en la medida en que se hace, y sólo puede hacerla el que se abandona a sí mismo y se pone en marcha» (Von Balthasar).
Fiados de la palabra de que «quien se guarda vida, la pierde» y «quien la entrega, la gana» (Mt 16, 25), para ese viaje cultivemos el encuentro personal con Jesucristo, sobre todo en la oración y la Eucaristía, donde el obrar humano participa del dinamismo del amor de Dios inserto en la historia y de la donación pascual de Cristo hecha don y viático para el camino. Así —en la sencillez y cotidianidad de la existencia— somos capaces de hacer algo valioso con lo que nos pasa —la genuina experiencia— incorporando la sensibilidad y la cordialidad en la comprensión de la razón, pues para vivir con sentido necesitamos conocer y argumentar, pero también sentir, contemplar, compadecer, estimar valores, ser amados y amar. Somos así humildemente capaces de afrontar la vida y responder dignamente a tantos y tan punzantes desafíos, iluminados por la claridad que viene de lo alto y que nos declara «hijos amados».
JULIO LUIS MARTÍNEZ
Universidad Pontificia de Comillas