Celebro muchas de las críticas proferidas contra el turismo en las últimas décadas. Con los nostálgicos afirmo que las ciudades ya no son lo que eran y sí, en cambio, parques temáticos; con los místicos, lamento que en las catedrales la dispersión haya reemplazado al recogimiento y el espectáculo al misterio y, por último, con los filósofos aseguro que, de seguir extendiéndose la mentalidad turística, homogeneizadora por naturaleza, ya no quedarán ciudades que visitar porque todas serán la misma.
El mundo ya no será tanto una miríada de peculiarísimos lugares como un vastísimo no-lugar. Ya no tendrá sentido el viaje porque tampoco existirá lo ajeno. Uno puede llegar a comprender que alguien se desplace a Londres para conocer londinenses, pero le desconcertaría mucho que lo hiciese para conocer turistas: basta un breve recorrido por el centro de la propia ciudad para hacerlo.
Coincido, como he dicho, con todas estas críticas. No puedo hacerlo, sin embargo, con aquella que condena el fenómeno por cuanto tiene de multitudinario. Según esta, el turismo habría devaluado el arte democratizándolo. Exponer las catedrales a la mirada fisgona del turista, rendir los cuadros a los influencers de gatillo fácil y sesera limitada, procurar que lo bello sea también instagrameable implicaría degradarlos a la condición de objeto de consumo. El lector conocerá, en este sentido, la distinción benjaminiana entre el valor de exposición y el valor de culto, cuya relación es inversamente proporcional: si aumenta el uno, decae inexorablemente el otro. Las obras de arte invitarán al culto a condición de que sorteemos la tentación de sobreexponerlas. La belleza artística está hecha para los pocos y no para los muchos, para el grupúsculo y no para la multitud. Pervivirá solo en la medida en la que perviva el misterio.
Tengo varias objeciones a esta idea, en la que entreveo un indignante trasfondo esotérico. Parte de la muy cuestionable premisa de que todo cuanto concierne al vulgo es necesariamente vulgar. Yo, chestertoniano infatigable, no puedo sino impugnarla. Nadie en su sano juicio negaría que los cuentos de hadas sean artísticos por el mero hecho de que también sean populares. El arte románico se hacía a mayor gloria de Alguien tan alto como Dios porque no dudaba en servir a algo tan bajo como el populacho. A lo largo de la historia, todas las personas sensatas han concebido el asombro de la muchedumbre como un inigualable síntoma de belleza. Tengo la indemostrable pero verdadera convicción de que el arte contemporáneo ha caído en la vulgaridad porque se ha desentendido del vulgo.
Pero corro el riesgo de desviarme del tema. Para concluir que el turismo ha devaluado el arte democratizándolo conviene aceptar primero que lo haya democratizado. Yo niego la mayor. Creo que, lejos de popularizarlo, lo ha concentrado en manos de esa clase de privilegiados cosmopolitas que pueden permitirse el lujo de viajar de un lugar a otro. Ya no forma parte de nuestra cotidianidad, si es que alguna vez lo hizo. El hombre contemporáneo, obligado a transitar calles hórridas, hacinado en bloques de hormigón, no vive circundado de arte, sino más bien de fealdad. La belleza ha adquirido, por desgracia, los contornos de una excepción. Ya no es patrimonio del hombre corriente, sino del hombre corriente que en ocasiones se transmuta en turista. Apena constatar que el centro de Oporto pertenece a todos salvo a los portuenses y que el de Madrid es hospitalario con todos salvo con los madrileños.
Por otro lado, solo podemos afirmar que el arte se ha devaluado a condición de que concibamos la idolatría como una peculiar forma de devaluación. El turismo no ha provocado una depauperación, sino una reverencia; no un desapego, sino un fetichismo. Nuestros ancestros no erguían las catedrales para que las admirásemos como bellezas; las erguían para que rezásemos a la Belleza. No construían casas para que las contemplásemos arrobados; las construían para algo más prosaico como habitarlas. Frente a quienes lamentan la devaluación del arte, yo añoro aquellos tiempos en los que un hombre podía pasar por delante de un monumento con la despreocupada indiferencia de quien oye llover, aquellos tiempos felices en los que no le invadía la irrefrenable necesidad de desenvainar el móvil y fotografiarlo, aquella edad dichosa en que la belleza era menos admirable porque era cotidiana. El turismo nos recuerda esa verdad paradójica según la cual no hay manera más eficaz de subestimar algo que idolatrarlo. La condena del arte no ha sido la democracia, sino el fetichismo; no ha sido la exposición, sino precisamente el culto.
JULIO LLORENTE
Periodista y cofundador de Ediciones Monóculo
Publicado en Alfa y Omega el 28.3.2024