Durante diez años nos hemos medido con el estilo y la lógica profunda del primer Papa llegado de tierras americanas. Francisco ha injertado en el centro del catolicismo y en su guía más alta la experiencia vivida en el seno del pueblo católico latinoamericano. Así lo hicieron también Juan Pablo II con el catolicismo polaco y Benedicto XVI con el alemán. Recordemos lo que este último observaba respecto de la elección de Bergoglio: «Significa que la Iglesia no está anquilosada en ningún esquema, que es portadora de una fuerza de renovación continua».
Francisco ha puesto en discusión modos y costumbres consolidados y eso ha podido provocar momentos de desconcierto, incluso de irritación. Pero a nadie le costará reconocer la inquietud evangélica y la pasión misionera que invisten toda la vida del Papa. Para él, toda opción y toda estructura deben ser valoradas en la medida en que favorezcan el anuncio de Cristo. La última vez que reunió a todos los cardenales, a finales del verano de 2022, les dijo que lo que hace atrayente a una comunidad cristiana es que viva el asombro agradecido ante el amor de Dios y ante el hecho de que haya querido involucrarnos en su designio de salvación. Y en Quebec pidió que la forma de afrontar la secularización no sea el lamento por las posiciones perdidas ni la condena de los males del mundo, sino generar nuevas formas de presencia cristiana, que solo nacerán de ese asombro y de la alegría de pertenecer a la Iglesia.
Un aniversario como este sirve, en primer lugar, para dar gracias por la entrega y el testimonio de un hombre, con su genialidad y sus limitaciones, que ha aceptado servir al pueblo de Dios en la incómoda silla de san Pedro. Que no se ha escondido frente a los desafíos de un tiempo agreste y nos ha invitado a salir sin miedo, confiados en la única fuerza de la Iglesia, la presencia del Resucitado. Y debería servir también para recordar que todo pontificado, incluso si resulta históricamente grandioso, debe ser necesariamente modesto. Ningún Papa es dueño de la barca ni ejerce un poder imperial.
Afortunadamente es el siervo de los siervos de Dios, un eslabón en una cadena muy larga que el Señor nunca deja de su mano.
JOSÉ LUIS RESTÁN