Una reflexión del cardenal Pierbattista Pizzaballa, Patriarca latino de Jerusalén, publicada por L’Osservatore Romano, 60 años después de la peregrinación de Pablo VI a Tierra Santa. El espíritu del encuentro entre el Papa Montini y el Patriarca Atenágoras en 1964 fue renovado en 2014 por Francisco y Bartolomé.
La alegría que el acontecimiento de la peregrinación del Papa Pablo VI aportó hace sesenta años a la vida de la ciudad de Jerusalén, la carga de novedad que suscitó, siguen formando parte de la vida actual de los cristianos de Tierra Santa. En efecto, como siempre, y como todo lo que concierne a Jerusalén, la profunda significación de aquellos acontecimientos y, en particular, el encuentro entre el Santo Padre y el Patriarca Ecuménico Atenágoras, cambiaron el rostro de la Iglesia e indicaron su camino hasta nuestros días.
El Obispo de Roma regresó a Jerusalén, de donde había partido hacía dos mil años. En la peregrinación que le llevó a los principales lugares santos, se encontró con las heridas que la historia ha dejado bien visibles en la geografía de los lugares y de las personas de entonces y de hoy. Pero también recogió el fuerte y poderoso abrazo de toda la población, que le acogió con increíble alegría y entusiasmo, y que mostró a sus pastores, de forma incuestionable, la voluntad de no quedar prisioneros de la difícil historia de esta tierra, sino de ir más allá. Vídeos de la época muestran a Pablo VI que, al entrar en la Ciudad Santa, casi fue aplastado por la multitud entusiasta y eufórica. A veces, en efecto, bastan pequeños gestos que, tal vez sin saberlo, eran esperados y buscados por muchos, para liberar el deseo de encuentro y de paz que arde en el corazón de todo hombre, especialmente aquí, en Tierra Santa, marcada por eternas tensiones, conflictos y divisiones. La Jerusalén cristiana estaba parada, casi suspendida, entre antiguas leyes, reglamentos que parecían paralizar, más que regular, la vida común. La visita del Papa Montini tuvo el mérito de romper ese muro, que entonces parecía muy sólido, de los diversos statu quo, a menudo utilizados más mal que bien, para evitar llegar a un acuerdo. Esa simple visita bastó para barrer siglos de polvo sobre nuestras relaciones.
El encuentro con el Patriarca Ecuménico de Constantinopla fue sin duda el acontecimiento que marcó aquella peregrinación. El regreso de Pedro, después de dos mil años, a Jerusalén, cuna de la Iglesia una e indivisa, no podía dejar de mirar aquella herida, la más profunda de todas, que marcó el camino de la Iglesia durante todo un milenio. Y, de hecho, el regreso de Pedro a Jerusalén fue también el inicio de un nuevo camino, para todos los cristianos, de acercamiento, de reinterpretación y redención de sus respectivas historias, del deseo y la nostalgia de la unidad perdida. Al fin y al cabo, volver a Jerusalén y partir de ella conlleva siempre y necesariamente un cambio profundo. Jerusalén para un cristiano es el lugar que dio concreción a la Redención, que cambió el significado del perdón, de la justicia, de la verdad. No se puede venir a Jerusalén sin asumir estas realidades, que aquí, repito, adquieren una concreción única.
Mucho ha cambiado el diálogo ecuménico desde entonces. Hoy damos por sentadas las actitudes de respeto y amistad entre las Iglesias. Se lo debemos a ellos, al Papa y al Patriarca Ecuménico, y a su valentía, a su visión. Francisco, con su peregrinación de oración a Tierra Santa en 2014, y con el renovado encuentro con el Patriarca Ecuménico Bartolomé, ha mostrado concretamente lo lejos que ha llegado la Iglesia en esos cincuenta años y después. En 1964, el encuentro se celebró en el Monte de los Olivos, un lugar significativo, pero también periférico a la ciudad de Jerusalén. En 2014, en cambio, se celebró en el corazón de la Jerusalén cristiana, el Santo Sepulcro, que no sólo es el lugar que conmemora la muerte y resurrección de Cristo, sino también el lugar que, con razón o sin ella, se considera el símbolo de nuestras divisiones.
Por supuesto, los que vivimos en Jerusalén sabemos bien lo largo que sigue siendo el camino y lo difícil que resulta a veces estar y vivir juntos, pero el mero hecho de que este acontecimiento tan importante pueda celebrarse en nuestro lugar más querido es una señal inequívoca del camino que hemos recorrido hasta ahora. Hace sesenta años, aquel abrazo derribó el muro de división entre las dos Iglesias, inaugurando una nueva era para la vida de la Iglesia. El abrazo celebrado cincuenta años después ha renovado una alegría y una unidad en el Espíritu que ninguno de nosotros puede prever ahora, pero que ya está dando abundantes frutos para la vida de la Iglesia hoy. Lo vemos en la restauración de la Basílica, que se hace conjuntamente, algo que hoy se da por descontado pero impensable hace sólo unos años. Los encuentros, las declaraciones, las iniciativas comunes entre las Iglesias hoy se consideran asuntos ordinarios. Las iniciativas pastorales conjuntas, en las escuelas, en las parroquias, son expresión de un deseo de fraternidad que no es sólo de unos pocos, sino de toda la comunidad cristiana local, en sus diversas confesiones. El Vademécum pastoral de la Iglesia católica, que da indicaciones concretas sobre cómo celebrar los sacramentos para las familias mixtas (que son casi todas), respetando la sensibilidad de todos, es otro ejemplo.
También hoy, quizá más que ayer, necesitamos hombres y mujeres valientes, capaces de visión, de saber ver más allá del dolor presente, de liberar nuestros corazones oprimidos por demasiados miedos, y que, como Pablo VI y Atenágoras, con sus palabras y sus gestos, sepan mostrar hoy a los cristianos de Tierra Santa el difícil y fascinante camino de la paz.
PIERBATTISTA PIZZABALLA
Cardenal Patriarca de Jerusalén de los Latinos