El Espíritu Santo es el don enviado por el Padre y el Hijo en Pentecostés para todos. Este don es la presencia de una Persona divina que está siempre conmigo y me acompaña. Esto es lo que significa Paráclito: «El que está llamado a estar junto a». Al habitar en mí el Espíritu está siempre actuando, no deja de estar y de hacer su obra.
En la donación gratuita que hace de sí mismo, el Espíritu nos da dones santificantes y carismáticos. Los santificantes son gracias otorgadas para la propia santificación, es la obra del Espíritu en mí para mi crecimiento en el camino hacia la santidad y la unión con Dios. Los carismas, en cambio, son dados «para el bien común» (1 Cor 12, 7), «para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia» (Lumen gentium 12). Hay relación entre ambos dones: los dones carismáticos son para la santificación. Por tanto, los carismas no son un fin, sino un medio: «Son gracias especiales del Espíritu Santo, están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia» (Catecismo, n. 2024).
Los siete dones del Espíritu Santo son gracias permanentes recibidas en el bautismo para la propia santificación, dados en semilla y que necesitan crecimiento. El don de piedad me hace crecer en confianza en Dios, que es mi Padre y yo soy su hijo amado en quien se complace; el don de temor de Dios no es miedo a Dios, sino el reconocimiento de su grandeza y majestad, que me lleva a adorarlo y alabarlo; el don de entendimiento es la luz del Espíritu para poder comprender mejor los misterios de la fe; el don de ciencia —conocimiento— consiste en conocer y verlo todo con la mirada de Dios; con el don de sabiduría se gustan y saborean más íntimamente las cosas de Dios; el don de consejo es ayuda para discernir lo más conveniente según la voluntad divina y mi situación personal y con el don de fortaleza se experimenta mayor fuerza para el combate espiritual.
Dios ha querido que crezcamos en su vida divina gracias también a la ayuda de los hermanos, pues todos formamos un solo cuerpo en un mismo Espíritu —y esto es la «comunión de los santos»—, por eso reparte los carismas, para que cada uno colabore en la salvación del otro. Solo Jesús tenía todos los carismas. Los miembros de su Cuerpo tenemos algunos carismas que el Espíritu reparte «como Él quiere» (1 Cor 12, 11) y entre todos tenemos todos los carismas y así nos necesitamos los unos a los otros.
Aunque hay muchos carismas, el que está sobre todos ellos es la caridad; con ella san Pablo anima también a «anhelar los carismas» (1 Cor 14, 1). En el Nuevo Testamento hay varias listas de carismas que podemos agrupar en tres tipos: carismas de palabra, de servicio o gobierno y de alivio o consuelo.
En los carismas de palabra podemos distinguir los que vienen de un mensaje divino de los que son de instrucción o enseñanza. Los primeros son carismas extraordinarios y refieren palabras que son inspiradas por Dios para el bien del hermano. Entre ellos tenemos el carisma de profecía, que no quiere decir predecir el futuro, sino edificar, exhortar y consolar a la persona para que pueda encontrar la voluntad de Dios en el momento presente. La palabra de conocimiento —inteligencia— se refiere a hechos o situaciones concretas desconocidas reveladas por el Espíritu de modo sobrenatural, como le sucedió a san Pío; carisma de lenguas, que es orar en el lenguaje inefable del Espíritu y el don de interpretarlas. Estos carismas abren a una nueva dimensión para crecer en la fe y en la esperanza. Otros son ordinarios para la misión de instruir o enseñar, como los carismas de doctor o maestro, el de evangelizador, el de exhortador. La palabra de sabiduría toca el corazón de la persona y tiene un poder inmenso de ánimo, y el carisma de discernimiento de espíritus es luz para distinguir lo que viene del buen y del mal espíritu.
En los carismas de alivio o consuelo los hay ordinarios, como la limosna, la hospitalidad y la asistencia, y extraordinarios, como las gracias de curaciones y el poder de milagros. El carisma de fe es la gracia que nos mueve a una confianza ilimitada en lo que el Señor puede hacer en el otro.
Los carismas de servicio o gobierno, como el de pastor o el ministerio ordenado son estables, otorgan la gracia de estado recibida por la imposición de manos.
Los carismas deben ser acogidos con apertura, pero también discernidos con prudencia, sobre todo los extraordinarios, lo cual compete a la jerarquía de la Iglesia, que tiene el carisma de gobierno para el bien de la Iglesia y de su misión. Cabe recordar que un documento iluminador sobre esto es la carta Iuvenescit Ecclesia de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
EDUARDO TORAÑO LÓPEZ
Director del Instituto Superior de Ciencias Religiosas de la Universidad San Dámaso.