Desde Copérnico no ha vuelto a ponerse el sol, y los atardeceres son una fuente de frustración. Si nuestros ojos se encandilan cuando el astro rey cae rendido por el horizonte, nuestro cerebro acude presuroso a desilusionarnos con informaciones muy científicas y muy precisas. Y la modernidad se ha empeñado tanto en sacudir la metáfora de nuestra mirada que hemos perdido el cielo y todas las estrellas. Ya no significan nada para nosotros.
Hasta entonces la bóveda celeste fue siempre el techo humano; su inmensidad mesuraba la vida de los hombres. Todas las culturas se comparaban con el espacio sideral. Buscaban su seguridad en el curso eterno de las estrellas. Las constelaciones siempre brillaban para ensanchar el corazón por encima del mundo. Criaturas divinas y leyes mágicas salvaban distancias infinitas, y permitían a los hombres aguardar siempre algo más de lo que vivían y hacían en esta tierra. Por eso, no es extraño que la palabra deseo provenga del ámbito astrológico, y que su etimología llame a lo que nos quema por dentro «echar en falta una estrella» (de-sideris). El centro del alma no es otra cosa que el inmenso vacío dejado por un astro huidizo.
Pero nosotros hemos hundido el cielo, hemos destronado a Dios, y nos hemos confinado en nuestro prosaísmo de hormigón. Necios de nosotros, llegamos a pensar que si nos librábamos de Dios nuestro deseo quedaría liberado. Porque si Dios era el límite del hombre y dejaba de existir todo nos estaría permitido. Creímos que sin la medida divina el hombre podría vivir en la desmesura. Pero no ha sido así. Cuando el deseo no se lanza al cielo acaba por los suelos.
Desde nuestro bando católico se reprochará que nuestro mundo vive más que nunca de un deseo desenfrenado. Pero no es cierto: el deseo vive cada vez más reprimido, reducido a la inmediatez y a la facilidad. Lo máximo que nos permitimos desear cabe en vídeos que duran unos segundos en internet. Llamar a eso deseo es reírse de las posibilidades del ser humano. Que el hombre posmoderno viva de todos modos alejado de Dios no significa que el hombre aspire a gran cosa. Cuando el hombre vivía bajo la mirada de Dios, incluso cuando huía de Él, esperaba con su pecado robar algo del cielo. Pero hoy el infierno se lamenta de la poca calidad del pecado que fermenta en sus bodegas. Los grandes pecados de la humanidad han dejado paso a la miseria más barata e insulsa de la que es capaz el hombre. Para eso no le hacía falta al diablo montar semejante tinglado. Ya se prefiere la pornografía al sexo y Telecinco a las relaciones sociales. Sin Dios languidece incluso el sexo, y por eso permitimos que lleguen a ser adalides de la sexualidad los sectores más decepcionados con ella. Quien no tiene ningún deseo no tiene tampoco ningún Dios, decía Feuerbach. Y tenía razón. Pero quien no tiene a Dios tampoco puede permitirse tener ningún deseo, ni el más fácil de ellos. Hemos matado a Dios robándole el espacio, y el corazón humano se ha secado.
El otro día un chico me dijo en clase que él prefería no desear para evitarse las decepciones. El chaval no era raro. Tampoco estaba deprimido. Y salvo una compañera, el resto de la clase no le llevó la contraria. Ya no desean, porque con 15 años el deseo les parece una exageración estúpida que solo traerá problemas. Es mejor no arriesgarse, y no sufrir (tanto). Sus vidas son cada vez más pequeñas, tanto que caben ya con toda exactitud en las pantallas de sus teléfonos móviles. Aspiran a ganar dinero, pero trabajando lo menos posible. El matrimonio, los hijos… ¡menudo exceso! Son almas envejecidas, llenas de polvo. Están cansados de vivir antes de haber pisado la calle.
Y yo, que les doblo en edad, me siento un revolucionario del 68, lanzando soflamas libertarias mientras que estos ancianos de espíritu me miran con ojos de vaca. ¡Atreveos a desear! Desiderare aude! Porque no puedo hablarles de Dios si no desean. Dios no cabe en un corazón escuálido y acomplejado. Dios jamás podrá interesarle a nadie que haya decidido sacrificar su corazón en el Moloch de la seguridad posmoderna. A Dios no se llega con los pies, sino por los afectos, decía san Agustín; él fue un gran converso, un gran creyente, porque se atrevió a desearlo todo, a esperarlo todo, incluso de cada pecado. A Dios no se llega con el corazón congelado. La burguesía mató a Dios mucho antes que el comunismo. La primera labor que tiene la Iglesia en nuestro tiempo no es la de contribuir a la represión del deseo, como quizá piensen algunos, sino la de resucitar el deseo, relanzarlo hasta el infinito, hasta que duela. Porque solo el deseo ardiente, herido por su propia incapacidad de realizarse se acerca a Dios; porque solo el corazón herido por una vida que se escapa de las manos es capaz de sondear las cosas del otro lado.
CARLOS PÉREZ LAPORTA
Publicado en Alfa y Omega
11 de diciembre 2022