Al comienzo de un nuevo año que no pinta fácil, me apetece mirar a lo auténticamente esencial de la vida, sin medias tintas ni componendas. Y lo quiero hacer ayudado por el Papa Benedicto XVI que, desde hace unos días, descansa en el Señor. En uno de sus escritos de joven teólogo narra cómo un pagano retó al gran rabí Shammay a que si le exponía el contenido de la religión judía en el tiempo que alguien puede mantenerse apoyado en un solo pie, se haría judío; pero Shammay fracasó. Fue al rabí Hillel quien afrontó con éxito el desafío respondiendo: «No hagas a tu prójimo lo que a ti te fastidia. Esta es toda la ley. Todo lo demás es interpretación».
Jesús hizo su propio resumen ante las trampas de los fariseos: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y toda tu mente. Y al prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la ley y los profetas» (Mt 22, 35-40). Ahí se contiene todo lo que pide el Señor y todo lo que realiza a la persona, como expresó Benedicto en el resumen que él mismo hizo de su encíclica programática Deus caritas est (DCE): «Toda la revelación se resume en estas palabras: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8); y el amor es siempre un misterio, una realidad que supera la razón, sin contradecirla, sino más bien extendiendo sus posibilidades. Jesús nos ha revelado el misterio de Dios […] que no es soledad, sino comunión perfecta».
El amor es lo más radical de la vida divina y de la vida humana: guía, principio de inspiración y norma de referencia. Es luz que ilumina constantemente la oscuridad del mundo y nos da la fuerza para vivir y actuar (DCE 39). Es la clave de bóveda sobre la que reposa toda la vida moral cristiana, al modo del mandamiento nuevo de Jesús —«amaos como yo os he amado» (Jn 13, 34)—, expresión privilegiada de la via caritatis, que va más allá de la justicia, pero no se realiza sin ella o contra ella (DCE 28).
El amor auténtico no es cosa del cuerpo solo ni del espíritu solo, es de la persona entera; si se separan la dimensión espiritual y la corporal resulta una caricatura del amor. Frente al sentimiento ampliamente difundido de la enemistad del cristianismo hacia el cuerpo, el placer, la sexualidad humana y, en general, las alegrías de la vida, el Papa Ratzinger recuerda que en la concepción bíblica el ágape (el amor de donación) no suprime al eros (el amor erótico) —aunque es cierto que el eros, degradado a puro sexo, se convierte en simple objeto de compraventa y transforma a la persona en mercancía—. Dios mismo es eros y agapé como protagonista de una historia de amor con su pueblo; una relación donde el Dios que ama apasionadamente es el que perdona (DCE 10).
Efectivamente, es la integración de eros-agapé la que le lleva al amor a preocuparse por el otro; a no quedarse sumido en la embriaguez de la felicidad y ansiar el bien del amado. En la unión matrimonial ese amor aspira a lo definitivo en un doble sentido: exclusividad —solo esta persona— y definitividad —para siempre—. Cuanto más se encuentran eros y agapé tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor. En realidad, somos capaces del amor de los enamorados, del amor de los esposos, del amor familiar, del amor de los amigos y del amor compasivo del buen samaritano, porque Dios nos ha creado a su imagen.
En el camino de Jerusalén a Jericó había un hombre malherido, cuya presencia era un grito de socorro, y un samaritano le ayudó por un impulso solidario que le brotó de dentro; perdió tiempo y dinero, pero avanzó renovado en su humanidad. El samaritano carga con el herido, cura sus heridas, lo lleva a un lugar seguro y reparador y se compromete a proveer lo necesario. Ese camino donde acontecen los encuentros y desencuentros humanos, por un lado, universaliza el concepto de prójimo, que no es solo quien pertenezca a mi círculo, sino cualquiera que tenga necesidad de mí. Por otro, reclama máxima concreción (DCE 15). La gran originalidad de Jesús está en unir el amor a Dios y el amor al prójimo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», o, como dice el texto original hebreo: «Amarás a tu prójimo porque es como tú». En la ley judía aparecían los dos miembros, pero no se percibía su íntima unión.
Ese amor no es una actitud abstracta, sino un con-moverse desde las entrañas hacia la acción, como Jesús al ver a la viuda de Naín sufrir por la pérdida de su hijo único (Lc 7, 13) o a la multitud desorientada (Mt 14, 14); como el samaritano al encontrarse al apaleado (Lc 10, 33) o el padre en el regreso del hijo (Lc 15, 20). En todos los casos sucede una acción solidaria al sentimiento de conmoción: la resurrección del hijo de la viuda, la multiplicación de los panes, el cuidado del samaritano y el abrazo reconciliador seguido de una gran fiesta.
Que la sociedad globalizada y digital que ha empequeñecido nuestro mundo no anule nuestra capacidad de responder a las necesidades de tantas hermanas y hermanos nuestros que ven pisoteada su dignidad o quedan malheridos al borde del camino. Y que este nuevo año recibamos con alegría en nuestras relaciones el don-tarea de la discreta caritas —amor y discernimiento— en la expresión que le dio Benedicto XVI en Caritas in veritate: «Amor rico en inteligencia e inteligencia llena de amor» (CV, 30). Bien podría ser esa nuestra gran aspiración para el 2023. Así lo deseo.
JULIO LUIS MARTÍNEZ
Universidad Pontificia de Comillas