La creación proclama la bondad y el amor de Dios. Como afirma el salmista: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (Sal 18, 2-3). Esta hermosura de la creación, que conmueve las entrañas humanas, suscita en el salmista la admiración y la acción de gracias a Dios: «Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría» (Sal 104, 34).
Efectivamente, Dios, en su amor eterno, creó el universo y en él llamó a la existencia al hombre y a la mujer para que poblasen la tierra y colaborasen con Él en la obra de la creación, en la perfección de todo lo que había creado que, como repiten insistentemente los primeros versículos del Génesis, «vio Dios, que era bueno, que era muy bueno». La creación se nos ha confiado para que sea el fundamento de una existencia creativa en el mundo1 , para que la perfeccionemos y dejemos también en ella la huella de nuestro amor, no la huella del maltrato, del abuso y la explotación. El papa Francisco nos llama a cuidar y proteger con ternura este mundo que Dios nos ha dado, a hacerlo bello y hermoso, a transformarlo en hogar de hermanos y hermanas, en casa habitable por el ser humano, transparentando la hermosura y el amor de Dios; nos llama, en suma, a cuidar la vida y a sembrar esperanza.
Jornada por la Vida 2016
El desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo humano, sostenible e integral2 ; es responsabilidad de todos, y debemos trabajar unidos, como una gran familia que se preocupa y se ocupa de su casa común. La degradación ecológica, la depredación de los recursos naturales, los desequilibrios que nuestra actividad producen cuando obramos irresponsablemente, constituyen una ofensa y un abuso a la confianza que Dios ha depositado en nosotros al poner en nuestras manos una obra tan hermosa como es la creación.
Es una realidad esperanzadora el constatar cómo la conciencia ecológica va creciendo en nuestros días, y cómo son cada vez más los que se preocupan por cuidar el medioambiente y preservar la naturaleza. Porque es nuestra casa, y tenemos que cuidarla, para nosotros y para las generaciones venideras. Como toda casa, como todo hogar, algún día acogerá a nuestros hijos. «La tierra es nuestra casa, nuestro hogar, como una madre bella que nos acoge entre sus brazos»
En este cuidado de la casa común4 debe ocupar un puesto central la ecología humana, que debe ser promovida y protegida como expresión de quienes son no solo criaturas, sino más aún, «imagen y semejanza» de Dios. «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1, 26) –es el diálogo de amor de Dios– «creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó» (Gén 1, 28). Es la impronta personal de Dios en la creación y lo que en último término la fundamenta y llena de sentido. De este modo es posible establecer una relación auténticamente amorosa, pues se establece entre las Personas divinas y las humanas en el contexto de la creación. Con el don y misterio de la Encarnación, esta relación alcanzará su culminación en Jesucristo.
En el cuidado de la ecología humana se encuentra como elemento primordial el cuidado de todas las personas, desde el inicio de su existencia hasta su muerte natural. La encíclica Laudato si’ nos habla de la necesaria ecología ambiental, social, económica, cultural y de la vida cotidiana (cf. LS, nn. 137-155), todo ello con vistas de promocionar el bien común: la ecología integral es inseparable de la noción de bien común, un principio que desempeña un papel central y unificador en la ética social. Es «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección».
El bien común presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral. También reclama el bienestar social y el desarrollo de los diversos grupos intermedios, aplicando el principio de la subsidiariedad. Entre ellos destaca especialmente la familia, como la célula básica a partir de la cual se edifica y cohesiona la sociedad. Finalmente, el bien común requiere la paz social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto orden, que no se produce sin una atención particular a la justicia, cuya violación siempre genera violencia. Toda la sociedad –y en ella, de manera especial el Estado– tiene la obligación de defender y promover el bien común (cf. LS, nn. 156 y 157). La protección de los más débiles e indefensos, como son los concebidos y no nacidos, los niños, los pobres y necesitados, los que padecen graves enfermedades o discapacidades, los ancianos, los que se acercan a los últimos compases de su vida terrenal, es parte ineludible de la promoción del bien común y es expresión de una verdadera comprensión de una ecología integral que estamos llamados a promover.
La ecología humana nos pide especialmente que cuidemos la primera “casa” en que habitamos, el seno de las madres, lugar de acogida y protección, donde se establece el primer diálogo humano, el del nuevo ser con su madre, que fundamentará toda relación humana. La vida humana necesita ser protegida desde el comienzo de su existencia y promovida y acompañada hasta su final. Como señala el papa Francisco, no tiene sentido luchar por la protección de los animales, de los bosques y los océanos y no inmutarnos ante el drama del aborto. Y, al igual que todos debemos implicarnos en la protección de nuestra casa común, también debemos trabajar juntos por la protección de la vida. Es responsabilidad de todos. Debemos trabajar por una cultura de la vida que contribuya al desarrollo de una sociedad plenamente humana.
Defendamos la naturaleza y, en ella, defendamos la vida humana en todas sus fases, vicisitudes y condicionantes. No hay nada ni nadie más digno en la creación que el ser humano, pues es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma y que conoce y ama de modo personal: nos ha creado a su imagen, somos amados incondicionalmente por Dios y estamos llamados a ser sus hijos. ¿Hay algo más grande que esto?
En este Año de la Misericordia, contemplamos el inicio de este don de Dios en el comienzo de nuestra propia existencia. Volvemos a exclamar de admiración con el salmista: «Tú has creado mis entrañas, me has tejido en el seno materno. Te doy gracias porque me has plasmado portentosamente porque son admirables tus obras: mi alma lo reconoce agradecida, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi ser aún informe, todos mis días estaban escritos en tu libro, estaban calculados antes que llegase el primero» (Sal 139). La vida de cada uno de nosotros es signo de la infinita misericordia de Dios.
En esta Jornada por la Vida, pidamos a Dios que nos conceda la capacidad de reconocer su misericordia en todo lo creado, de modo particular y eminente en los hermanos y hermanas que nos ha regalado. Que ellos sean, asimismo, objeto de nuestro cuidado, de nuestro servicio, de una misericordia personal que quiere hacer realidad el lema de este año jubilar, «Misericordiosos como el Padre», cuidando la vida y sembrando esperanza. Acudimos a María, Reina y Madre de Misericordia, para que podamos experimentar siempre su presencia amorosa y materna.
Mario Iceta Gavicagogeascoa (Obispo de Bilbao Presidente de la Subcomisión Episcopal para la Familia y la Defensa de la Vida), Francisco Gil Hellín (Arzobispo emérito de Burgos) Juan Antonio Reig Plà (Obispo de Alcalá de Henares) Gerardo Melgar Viciosa (Obispo de Osma-Soria) José Mazuelos Pérez (Obispo de Jerez de la Frontera) Carlos Manuel Escribano Subías (Obispo de Teruel y Albarracín) Juan Antonio Aznárez Cobo (Obispo auxiliar de Pamplona y Tudela)
Oración
Oh, María, aurora del mundo nuevo, Madre de los vivientes, a ti confiamos la causa de la vida: mira, Madre, el número inmenso de niños a quienes se impide nacer, de pobres a quienes se hace difícil vivir, de hombres y mujeres víctimas de violencia inhumana, de ancianos y enfermos muertos a causa de la indiferencia o de una presunta piedad.
Haz que quienes creen en tu Hijo sepan anunciar con firmeza y amor a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio de la vida.
Alcánzales la gracia de acogerlo como don siempre nuevo, la alegría de celebrarlo con gratitud durante toda su existencia y la valentía de testimoniarlo con solícita constancia, para construir, junto con todos los hombres de buena voluntad, la civilización de la verdad y del amor, para alabanza y gloria de Dios Creador y amante de la vida.
Amén.