Resultó impresionante la Misa presidida por el Papa en el aeropuerto de Kinshasa ante más de un millón de personas. Impresionante por la vitalidad del catolicismo congoleño, por el liderazgo de sus obispos, incluso por la preciosidad y el orden de la ceremonia. Y también por el mensaje de Francisco. A un pueblo acosado por penalidades e incertidumbres, el Sucesor de Pedro quiso ponerle ante los ojos las escenas de la mañana de Pascua para que no sucumba a la resignación y al fatalismo.
La República Democrática del Congo es hoy una gran caldera en ebullición a la que el Papa no ha llevado un programa preciso de transformación social. Al igual que el apóstol Pedro, él no tiene oro ni plata, tan solo el anuncio de Cristo resucitado que genera una dinámica nueva en la historia: en un mundo abatido por la violencia y la guerra los cristianos tenemos que hacer como Jesús, proclamar el anuncio inesperado de la paz. La paz a la que se refería el Papa no es únicamente el silencio de las armas, sino la verdadera amistad que implica la certeza compartida de que la vida es un gran bien, porque es respuesta al sí de Dios a los hombres.
Esta paz se alimenta de tres fuentes: el perdón, la comunidad y la misión. Con Jesús presente tenemos la posibilidad de ser perdonados y de volver a empezar, y también la fuerza para perdonarnos a nosotros, a los demás y a la historia. Jesús entrega su paz a la primera comunidad de los apóstoles, amasada por el Espíritu Santo, en la que ya no domina lo que separa a sus miembros sino lo que los une. De esta forma la comunidad cristiana custodia hasta hoy la paz de Jesús y la comunica sin descanso. La paz se construye no cuando hacemos análisis crítico, sino cuando somos testigos del amor apasionado de Dios por cada ser humano. También en el Occidente secularizado la comunidad cristiana (pequeña o grande) custodia y comunica la paz de Jesús, la única que hace justicia al corazón del hombre. Nuestra pobreza de soluciones para afrontar el desafío de una cultura crecientemente extraña indica que ya no disponemos de oro ni plata. Pero tenemos a Cristo, el único que siempre genera una novedad allí donde es acogido y seguido con sencillez.
JOSÉ LUIS RESTÁN