El 8 de marzo, la Iglesia celebra la festividad litúrgica de san Juan de Dios. Con este motivo, el arzobispo de Madrid, monseñor Carlos Osoro, ha presidido una solemne Eucaristía, en la capilla del hospital San Rafael, gestionado por la orden de los Hermanos de San Juan de Dios.
En una capilla abarrotada de fieles devotos de este apasionado de los pobres y los enfermos, y amparada por el Cuerpo de Bomberos del Ayuntamiento de Madrid –que celebran a su santo patrono–, el prelado ha alabado la figura del fundador de la comunidad de Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, aseverando que, desde su nacimiento, «manifestaba y expresaba la capacidad que un ser humano tiene de búsqueda de Dios» y de «encontrarse con Él» para «hacer las mismas obras de Dios en este mundo».
Al servicio de los enfermos
San Juan de Dios se entregó por completo al servicio de los enfermos. Así, el arzobispo ha recordado la expresión que el Señor le dijo y que hoy «quiere decirnos» a nosotros: «Te doy una tarea para realizarla con la fuerza del amor, y también con una manera de vivir y estar junto a los hombres», que «es la misericordia». Sobre esta realidad, ha dicho, «quisiera acercar a vuestra vida y a vuestro corazón lo que hoy este santo nos dice a nosotros en estos momentos que nos toca vivir».
La tarea de curar, liberar y acompañar
A san Juan de Dios, ha explicado el arzobispo, el Señor «le dio una tarea», una tarea «importante»; ahora, «como acabamos de escuchar en la Primera Lectura, abre prisiones, haz saltar tus cerrojos de esos cepos que tienen atados a los hombres, libra de la opresión a quienes encuentres por el camino, parte el pan con el hambriento, viste al desnudo, no te cierres a tus propios intereses, a tu propia carne, rompe tu luz, la luz tuya vale para poco». Rompe tu luz, ha recordado, «y coge la luz que viene de Dios», que «te abre el camino de la verdadera justicia, destierra toda clase de opresión, quita todo gesto amenazador y da el gesto del cariño, del amor, de la entrega, del servicio, de la fidelidad y que parte lo que tiene con quien más necesita». Esta fue la tarea que Dios le dio a san Juan de Dios, «la hizo realidad en su vida» y hoy «nos la sigue regalando Dios a nosotros» y «manifestando a través de sus hijos en los hermanos de San Juan de Dios».
La fuerza del amor
Tarea que nos da, ha señalado, «para realizarla con la fuerza del amor». En la Segunda Lectura, a través del apóstol, «hemos pasado de la muerte a la vida» y «esto lo sabemos porque amamos a los hermanos». Así, «el que está vivo es el que ama al hermano sin condiciones», porque «el que no ama permanece en la muerte». Hoy, san Juan de Dios «nos recuerda también que él vino a seguir las huellas de Jesús y a dar la vida por todos».
En todo y para todo, misericordia
Además, nos invita a llevar a cabo esta tarea «con una manera de vivir y de estar juntos a los hombres», que «es la misericordia». Con la parábola del Buen Samaritano, proclamada en el Evangelio, el arzobispo de Madrid ha recordado que «esta es la espiritualidad», la de «un hombre que va por el camino de la vida y a todo el que se encuentra tirado y olvidado, se acerca, lo mira, se arrodilla ante él, le cura las heridas, pone a disposición de él lo que tiene, como el Buen Samaritano que no pasó de largo; se detuvo, se arrodilló, lo miró». Es importante esto, ha confirmado, «lo miró: tenemos que acostumbrarnos a mirar a la gente, a mirarla, a detenernos ante ella, a descubrir sus necesidades».
«Haced vosotros lo mismo»
Finalmente, monseñor Osoro ha dado las gracias «a todos los hermanos» y «a los que estáis colaborando con ellos», y ha revelado lo que, en esta fiesta de san juan de Dios, el Señor dice: «Mirad, os presento a un discípulo mío, san Juan de Dios, que, con su manera de vivir y de estar junto a los hombres, hizo verdad esa página del Evangelio que hemos proclamado». Ahora, «haced vosotros lo mismo».
Tras la Misa, se ha celebrado un acto de reconocimiento al personal por sus 25 años de servicio y ha tenido lugar una exhibición del Cuerpo de Bomberos del Ayuntamiento, en honor de su patrón, Juan de Dios, el santo que revolucionó los hospitales para convertirlos en lugares de acogida para los pobres y enfermos mentales. A la luz de este testimonio vivo y siguiendo la huella que dejó escrita el que siempre llevó la medicina del amor, «hagamos el bien por amor de Dios».
San Juan de Dios
«La locura de amor divino hizo de este santo fundador de la Orden Hospitalaria un manantial de inagotable ternura para los pobres y los enfermos. León XIII lo declaró patrono de los hospitales y de los enfermos»
Juan Ciudad Duarte nació en 1495 en Montemor-o-Novo, Évora, Portugal. Pero Granada fue la cruz de este imponente hombre de Dios, tal como le advirtió el Niño Jesús que ocurriría, mostrándole una granada entreabierta con una cruz en el centro. Allí es amado y venerado desde hace siglos por su admirable caridad y misericordia con los pobres y los enfermos. Es conocido como «el santo». Como le sucedió a otros fundadores, no se le hubiera ocurrido imaginar que sería el artífice de una Orden religiosa. El arduo camino hacia ese momento estuvo sembrado de episodios diversos, a veces casi rocambolescos, ya que fue precoz aventurero. Se fue de casa a los 8 años y se hizo pastor en Oropesa, Toledo. Luchó en la compañía del conde de esta villa al servicio del emperador Carlos V, defendiendo la plaza de Fuenterrabía atacada por el rey Francisco I de Francia. Y ganada la batalla, al no poder custodiar un depósito militar no fue ahorcado de milagro.
Vuelto a Oropesa se libró de un matrimonio deseado por su amo para su hija, pero no por él. Partió a proteger la ciudad de Viena amenazada por los turcos, y luego comenzó un periplo como viajero incansable. Pasó por Flandes y regresó a España por mar. Penetró por La Coruña, visitó Santiago de Compostela y después se dirigió a la casa paterna. Al llegar supo que sus padres habían muerto. Viajó a Sevilla, viviendo un tiempo en Ceuta y Gibraltar. En estos lugares trabajó como leñador, peón de albañil y librero. En 1538 yendo a Gaucín, Málaga, se le apareció el Niño Jesús. Entonces le vaticinó: «Granada será tu cruz». De inmediato se afincó en la ciudad de la Alhambra y mantuvo el oficio de librero. Distribuía textos y estampas religiosas en la tienda que regentaba al lado de la conocida Puerta Elvira. En medio de tantos vaivenes, se sentía movido por la piedad y la caridad con intensidad creciente.
El 20 de enero de 1539 vivió su conversión. San Juan de Ávila pronunciaba un sermón en la ermita de los mártires. Hizo tal retrato de la virtud frente a la fealdad del pecado que dejó a Juan Ciudad conmocionado. Con gran aflicción y ansias de penitencia suplicaba postrado en el suelo: «Misericordia, Señor, misericordia». Dio sus libros a las llamas, se desprendió de sus escasos bienes, y se lanzó a las calles, descalzo, para confesar públicamente sus pecados sin prestar atención a las voces de la gente que le insultaba clamando: «¡Al loco, al loco…!».
El Maestro Ávila le ayudó a contener esa divina locura conduciéndole a una efectiva labor de caridad. Pero antes, pasó por un infierno. Dos personas de buena fe, creyendo hacerle un bien, le condujeron al manicomio, sito en un espacio del Hospital Real de Granada. Este hecho, que por fuerza debía haber sido traumático, a él le abrió las puertas de la misión para la que fue elegido. Por experiencia supo del casi inhumano tratamiento que se aplicaba en la época a esta clase de enfermos, y salió de allí dispuesto a remediar tanto sufrimiento. «Jesucristo me traiga a tiempo y me dé gracia para que yo tenga un hospital, donde pueda recoger a los pobres desamparados y faltos de juicio, y servirles como yo deseo».
Peregrinó a Guadalupe para pedir la ayuda de la Virgen, de acuerdo con Juan de Ávila, con el que previamente se entrevistó en Montilla y luego en Baeza. En Guadalupe se le apareció la Virgen y puso en sus brazos al Niño Jesús. Entregándole unos pañales, le encomendó:«Juan, vísteme al Niño para que aprendas a vestir a los pobres». Conmovido por la visión, se formó en lo preciso para afrontar su obra y comenzó su acción en Granada, por indicación del padre Ávila que le alentó en su quehacer. A finales de 1539 un pequeño hospital abierto en la calle de Lucena pronto se llenó con pobres desamparados cuyo único patrimonio era el sufrimiento que llevaban tatuado en sus frentes: huérfanos, vagabundos, prostitutas, ancianos, viudas, locos, enfermos diversos, etc. Los curaba, consolaba, aseaba y proporcionaba comida. Sin arredrarse, pedía para ellos por las calles con una espuerta y dos marmitas pendidas de su cuello: «Hermanos, haced bien para vosotros mismos».
Las noches eran testigos de su mendicidad: «¿quién se hace bien a sí mismo dando a los pobres de Cristo?», decía. Le abrieron las puertas y le proporcionaron la ayuda requerida, porque las gentes se conmovían ante la potente presencia de aquel hombre menudo del que brotaba la aureola del amor divino. A orillas del río Darro, en el cautivador entorno de la Alhambra, iba cargado con sus fatigas y también con sus añoranzas por lo divino. El arzobispo Ramírez de Fuenleal le impuso el hábito y le dio el nombre de Juan de Dios. Espiritualmente sufrió las asechanzas del maligno.
En 1549 se declaró un pavoroso incendio en el hospital, y no dudó en salvar a sus enfermos penetrando en el recinto, aunque le aconsejaron que no expusiera su vida. Sus hombros fueron la tabla de salvación de todos ellos. Milagrosamente, porque lo vieron moverse envuelto en llamas, no sufrió daño alguno. Numerosas mujeres descarriadas a quienes leía la Pasión de Cristo se convirtieron y cambiaron de vida. Uno de sus éxitos apostólicos fue haber logrado reconciliar a Antón Martín con Pedro de Velasco, asesino de su hermano. Y es que la caridad de Juan era desbordante. A primeros de febrero de 1550 supo que el río Genil arrastraba madera en gran cantidad y la precisaba para sus enfermos. Estando en la rivera, vio a una persona que se ahogaba. Se hallaba muy débil, pero se lanzó al río y la rescató. No obstante, tamaño esfuerzo le costó la vida debido a un agotamiento del que no pudo reponerse.
Este excelso samaritano, penitente y caritativo, murió con fama de santidad el 8 de marzo de 1550 en la casa de los Pisa donde, a petición del arzobispo, le habían acogido esperando que se recuperase. Se había hincado de rodillas abrazado a su crucifijo. Urbano VIII lo beatificó el 21 de septiembre de 1630. Inocencio XII lo canonizó el 15 de agosto de 1691. Y León XIII lo declaró patrono de los hospitales y de los enfermos.
Isabel Orellana Vilches