Una exposición de PhotoEspaña en la Casa de México muestra hasta el 1 de septiembre el trabajo del fotógrafo Álvarez Bravo sobre el rodaje de Nazarín, el filme que Buñuel (1900–1983) rodó en México en 1958 y un año más tarde recibió el Premio Internacional de Cine en Cannes. Protagonizada por Paco Rabal, es una trasposición libre del personaje que escribió Galdós al México de la dictadura anticlerical de Porfirio Díaz. Pero, ¿quién era realmente Buñuel? ¿Podemos clasificarle simplemente como un director ateo?.
«Macizo, ligeramente encorvado, Buñuel tiene algo del toro deslumbrado de repente por las luces de la plaza. Su leve sordera contribuye a la impresión de inquieta soledad que inspira este personaje; pero es muy ligera la barrera que hay que franquear para hallar al hombre: dulce, tranquilo, tierno, reservado, constitucionalmente incapaz de la más mínima hipocresía».
Así le describía el gran crítico francés André Bazin. Esta imponente figura creció en un mundo cultural posmoderno. La Santa Objetividad, como la llamaba Dalí, había dejado paso a un profundo relativismo y a un rechazo de la tradición. Pero a la vez Buñuel no podía dar la espalda a su propio pasado. Porque Buñuel nace, como dice él mismo, en plena Edad Media, en un pueblo aragonés donde «la religión era omnipresente y se manifestaba en todos los detalles de la vida». Para el director de Viridiana aquello fue una experiencia extraordinaria y feliz por su exquisitez espiritual. Sin embargo, en la España culta de entonces, ya era más fuerte una inercia piadosa que la comunicación racional de la fe. Por ello, y a pesar de su paso por los jesuitas, que recordaría con agrado, a los 14 o 15 años su vivencia de la religión acabó siendo la sola percepción de una moral rigurosa y prescriptiva, especialmente en cuestiones sexuales, cosa que al joven e inconformista Buñuel le provocó un sentimiento de extrañeza y alejamiento cada vez mayor, como algo contrario a la alegría de vivir.
A pesar de todo, de su experiencia religiosa infantil va a tratar de custodiar toda su vida la percepción del Misterio presente, aunque lo haga de una forma irracional e instintivamente heterodoxa. «Culturalmente, soy cristiano. Habré rezado 2.000 rosarios y no sé cuántas veces habré comulgado. Eso ha marcado mi vida. Comprendo la emoción religiosa y hay ciertas sensaciones de mi infancia que me gustaría volver a tener: la liturgia en mayo, la imagen de la Virgen rodeada de luces. Son experiencias inolvidables y profundas». Por ello, pudo afirmar: «Junto al azar, queda el misterio. Todo nuestro universo es misterio. Amo la felicidad de recibir lo inesperado y tengo horror a comprender».
Anticlerical… y antisectario
Con esas inquietudes, Buñuel entra en contacto con la tradición española anticatólica más relevante de su tiempo: la Residencia de Estudiantes, donde estuvo irregularmente de 1917 a 1924, y su adolescente quiebra de la fe, cristalizaron en una mirada revolucionaria y rupturista que, sin embargo, huirá también de los tópicos de la España antitradicionalista y liberal. Por ejemplo, Buñuel renegó del teatro de su amigo García Lorca, aunque estuvo a punto de linchar a quien sugirió su homosexualidad; consideró a Borges presuntuoso, adorador de sí mismo y exhibicionista; aborreció del Guernica de Picasso, lamentando no haberlo volado en pedazos; buscó al cineasta soviético Einsestein para abofetearle en los Campos Elíseos por una película suya que le irritó; no le parecía aceptable que los marxistas redujeran al hombre a mecanismos socioeconómicos: «Así olvidaban a la mitad del hombre». Antifranquista indudable, confesó no ser un adversario fanático de Franco y le reconocía incluso el mérito de haber modernizado las Hurdes y de haber evitado la llegada del nazismo a España: «A mis ojos, Franco no representaba al diablo en persona», admitiría.
En la Guerra Civil intercedió ante los milicianos para que salvaran la vida del cineasta falangista Sáenz de Heredia. Y, declaradamente anticlerical, también repudió públicamente la matanza de sacerdotes, y le horrorizó que en su pueblo fusilaran a algunos habitantes más bien pobres por el único delito de ser católicos. A pesar de su antedicho anticlericalismo, le gustaba comer con los monjes del Paular que le trataban con gran aprecio y hospitalidad… Y así hay mil anécdotas más que indican que Buñuel nunca se apuntó al viento de los tiempos, sino que se resistió a aceptar cualquier tópico o estereotipo ideológico. Buñuel no soportaba los comportamientos sectarios, vinieran de la política, la ideología o la religión. El sectarismo, decía él, consiste en odiar más al discrepante que al enemigo declarado.
Nazarín
Ese interés por la dimensión espiritual del hombre queda plasmado en la película Nazarín, que el cineasta rodó en México en 1958 y que ahora protagoniza una exposición de PhotoEspaña en la Casa de México. Protagonizada por Paco Rabal, el filme es una trasposición libre del personaje que escribió Galdós al México de la dictadura anticlerical de Porfirio Díaz.
A Buñuel –que se describió a sí mismo como «ateo, gracias a Dios»– le interesó personalmente introducir cuestiones que relacionaran al cristianismo con la caridad; definía a Nazarín como un hombre puro, excepcional, un Quijote del sacerdocio, que «en vez de seguir los libros de caballerías, seguía los Evangelios».
Entrevistado sobre la película, Buñuel le dijo al crítico de cine Pérez Turrent (1935-2006): «Pertenezco, y muy profundamente, a la civilización cristiana. Soy cristiano, si no por la fe, por la cultura».
En ese sentido Nazarín expresa lo que a Buñuel le parece lo más interesante del cristianismo: «Ya no creo en el progreso social. Solo puedo creer en unos pocos individuos excepcionales y de buena fe, aunque fracasen, como Nazarín».
Juan Orellana
Imagen de portada: Luis Buñuel y el actor Jesús Fernández
preparan una escena de Nazarín en Morelos (México), en 1958.
(Foto: Manuel Álvarez Bravo/Colección y Archivo de la Fundación Televisa/Fondo División Fílmica)