La madrugada del 20 de diciembre de 2009, al volver a mi coche tras salir con unas amigas, mi vida cambió. Dos hombres me atraparon cuando cruzaba el parque del Oeste en Madrid y me arrastraron hacia su interior a pesar del forcejeo y de mis gritos pidiendo ayuda. El resto es historia.
Un par de horas después, con la cara desfigurada por los golpes, los leggins rotos y sin bolso, aparecí andando en una acera y pedí ayuda a un chaval que pasaba. Él paró a un coche de la Policía Municipal y ellos me llevaron a la comisaría. Pero antes vino una ambulancia. Cuando supieron cómo había forcejeado contra los hombres, cómo había mordido y golpeado, uno de los que me atendió dijo de pasada: «Has tenido suerte de que no llevaran una navaja».
Yo no procesaba mucho de lo que me decían, pero esa frase volvía una y otra vez a mi cabeza mientras esperaba a que me tomasen declaración. En ese momento, mi cuerpo empezó a temblar sin control. Yo lo miraba todo desde fuera: «Qué cosas, esto debe de ser un ataque de nervios». Recuerdo que la peor parte fue cuando tuve que llamar a mi madre. Primero habló el policía y después me tocó a mí: «Mamá, estoy bien, pero… ¿puedes venir a buscarme?». Decir esa frase sin echarme a llorar ha sido de las cosas más difíciles que he hecho.
Lo siguiente más complicado fue mi lucha contra el odio. Odiaba a esos hombres, odiaba lo que me habían hecho, odiaba pensar que alguien escuchó mis gritos y decidió no acudir, odiaba haber tomado el camino incorrecto, odiaba, odiaba, odiaba. Y eso me consumía. Ni siquiera quería pedirle a Dios que me ayudara a perdonar a esos hombres, porque era injusto. Ellos me habían abierto una herida que jamás conseguiría cerrar. ¿Por qué debería plantearme el perdón? Y entonces, la madre de unas amigas me explicó que Cristo, en la cruz, no dijo: «Padre, los perdono», sino: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Así que repetía esa frase continuamente. Seguía sin querer perdonar, pero cuando tuve que ir a la reconstrucción de los hechos con la Policía, repetí la frase. Cuando tuve que hacerme el análisis serológico para saber si me habían contagiado algo, repetí la frase. Cuando tenía pesadillas —casi todas las noches— repetía la frase.
El tiempo pasó y un día me llamaron para ir a ver fotos de sospechosos. Yo ya había dicho que a uno de los dos hombres no podría reconocerlo porque llevaba la cara cubierta y se fue antes, así que solo me enseñaron fotos que pudieran coincidir con el segundo hombre. En la primera ronda no vi a ninguno que se le pareciera. Tiempo después me convocaron para otra: tampoco lo reconocí. Y me llamaron para una tercera: a los dos segundos de ver el papel, vi su cara y mi dedo se fue directo a él. En ese momento se desató un revuelo en la comisaría: lo celebraron y me preguntaron varias veces si estaba segura, querían saber cómo tenía esa certeza. Simplemente sabía que era él. Después, tuve que ir a una ronda de reconocimiento en persona: había varios hombres parecidos, pero lo identifiqué. Si verlo en la foto fue un mazazo, en persona fue aún peor.
Muchas veces pensaba que ojalá el infierno que yo vivía con cada trámite, volviendo a recordarlo todo, evitara que otra chica pasase lo que yo había pasado. También me planteaba si lo hacía por odio: en ese momento ya no odiaba gracias, literalmente, a Dios, pero sí tenía la intuición de que perdonar no implica eludir la justicia.
Preparé el juicio con la abogada que la Comunidad de Madrid pone para estos casos. Fue delicada, pero me hizo estudiar la denuncia concienzudamente para que mi declaración fuese lo más exacta posible. Reviví cosas que había olvidado por completo y, con ellas, volvieron las pesadillas, el temblor y el miedo a que todo sucediera otra vez. El juicio se celebró el 23 de febrero de 2012: habían puesto un biombo para que no nos viéramos el acusado y yo, pero sí le vi las piernas y jamás olvidaré esa imagen.
La sentencia fue favorable. Condenaron a ese hombre a doce años como autor de la agresión sexual y a seis años más por cooperador necesario. En total, 18.
El 20 de febrero de 2023, casi once años después del juicio, me llamó la abogada. Con la nueva ley, la del solo sí es sí, le han rebajado la pena de doce a siete años, y de seis a cuatro. En total, siete años menos. Y si hacen los cálculos, verán que la pena con esta rebaja está prácticamente cumplida.
No me entra en la cabeza que una mujer que dice defender a las mujeres consienta esta barbaridad. Que vea lo que pasa y que eche la culpa a otros en vez de frenarlo. Y otra vez vuelvo a vivir todo aquello y me llena de rabia pensar que todo lo que pasé ya no sirve de nada. Necesito que alguien vuelva a recordarme que Cristo en la cruz no dijo: «Padre, los perdono», sino: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
B. L. R.
Víctima de una agresión sexual