Emily (28 años) era una chica optimista y amante del fútbol. De madre británica y padre israelí. En el asalto de Hamás al kibutz Kfar Aza, recibió un disparo en la mano y otro en la pierna. Después fue secuestrada. Romi tenía 23. Se lo estaba pasando bien en el festival de Nova cuando los terroristas lo convirtieron en una carnicería. Consiguió esconderse, pero la descubrieron cuando susurraba a su familia, por el móvil, «voy a morir hoy». Se la llevaron. Doron es una enfermera de 30 años. Estaba en casa. Hombres armados llegaron a su edificio. Le dio tiempo a enviar un mensaje a sus amigos: «Han llegado, me tienen».
471 días después, el pasado domingo eran liberadas. Las primeras de los intercambios acordados entre Israel y Hamás tras el alto el fuego. Los terroristas las metían en un convoy de Cruz Roja, entre encapuchados con metralletas y acosadas por cientos de gazatíes. Mientras, en Israel, sus familias celebraban con júbilo su libertad. Pudieron ver a sus madres y luego eran trasladadas al hospital para una exhaustiva revisión. A cambio, Israel liberaba a 90 presos palestinos, recibidos como héroes en Ramala.
Intentar imaginar lo que han vivido estas jóvenes es casi imposible. Es pensarlo y —como un niño con una película de miedo— es mejor apartar la mente ante tanto dolor. Ponerse en los zapatos de las familias tampoco resulta sencillo. Como padre, es angustioso imaginar que durante 15 meses tu hija está en manos de esos criminales sin saber si sigue viva o muerta. Solo concibo que vivir este horror es posible con ayuda de Dios. Demuestra la capacidad de sufrimiento de la persona en situaciones tan siniestras. Y es por el amor a cada vida, y más una recuperada. Pero también revela la crueldad de la que el corazón humano es capaz. El bien y el mal. Preocupa que tanta gente no sepa distinguirlos.
PEDRO J. RABADÁN
Publicado en Alfa y Omega el 23.1.2025