Es la desolación más grande. La vergüenza y la humillación de la Iglesia. Motivo de escándalo y de pérdida de credibilidad. Lo tiene claro el Papa. Los abusos sexuales perpetrados por clérigos afectan profundamente a la comunidad cristiana y dejan heridas imborrables. Al mismo tiempo Francisco sabe que la política de «tolerancia cero» no basta. Por eso ha decidido emprender, al mismo tiempo, el camino de la ternura. Cotidianamente recibe a víctimas. De manera individual o en grupo. Lo hace en su casa del Vaticano, casi siempre los viernes y alejado de las cámaras
«A veces se sabe, a veces no», reveló el propio Francisco. Lo hizo en una conversación con jesuitas durante su visita apostólica a Chile de enero pasado, cuyo contenido acaba de ser difundido por la revista La Civiltà Cattolica. El Papa no dio más detalles, pero la sala de prensa de la Santa Sede precisó que, en estas reuniones, «escucha a las víctimas y trata de ayudarlas a sanar las graves heridas provocadas por los abusos sufridos».
Esto ya podía intuirse. En los últimos tiempos, cada vez que el Pontífice ha abordado públicamente este flagelo, lo hizo referenciando el sentimiento de las víctimas. Algo solo posible manteniendo contacto con ellas. La mayoría de sus nombres jamás serán conocidos, por respeto a la intimidad. Algún otro se ha expuesto públicamente. Como Daniel Pittet, francés, autor del libro Lo perdono padre, que no solo estuvo en la residencia vaticana de Santa Marta, sino que también logró que Bergoglio escribiese el prólogo de ese volumen.
Un gesto de una larga lista en el actual pontificado. Desde el inicio de su ministerio, el Papa se mostró preocupado por los abusos. Pasado un mes de su elección recibió en audiencia al cardenal Gerhard Müller, entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y ratificó abiertamente su voluntad de continuar la política de «tolerancia cero».
Posteriormente, como parte de la reforma de la Curia romana, erigió la Comisión para la Tutela de los Menores. Puso a su cargo al cardenal Sean O’Malley, encargado de reordenar la archidiócesis estadounidense de Boston tras una escalofriante crisis y la mala gestión del cardenal Bernard Law, recientemente fallecido. El Papa llegó a incluir, en esa comisión, a varias víctimas. Medidas de peso, no exentas de resistencia.
La gracia de la vergüenza
El Obispo de Roma también ha reformado la legislación civil vaticana para incluir, entre otros delitos, la posesión de pornografía infantil. Ha modificado la estructura de los tribunales canónicos de delicta graviora (delitos graves) para reforzar y acelerar su acción. Ha pedido a los obispos del mundo instaurar jornadas de oración por las víctimas de abusos. Y ha celebrado en el Vaticano una Misa para un grupo de víctimas, el 7 de julio de 2014.
Está claro que Francisco comprende la entidad del problema. Los abusos muestran «no solamente nuestra fragilidad, sino también –digámoslo claramente– nuestro nivel de hipocresía», les dijo a los jesuitas chilenos. Y contó cómo vivió en carne propia la humillación. En Argentina, un 24 de marzo de algunos años atrás, caminando por la calle se acercaba a un niño de 3 años y rápidamente su padre, a pocos metros, exclamó: «Vení, vení, vení… ¡Cuidado con los pedófilos!». «¡La vergüenza que pasé! No se dieron cuenta de que yo era el arzobispo, era un cura y… ¡qué vergüenza!», dijo.
«Es la desolación más grande que está pasando la Iglesia. Y esto nos lleva a pasar vergüenza, pero hay que recordar que la vergüenza es también una gracia muy ignaciana, algo que san Ignacio nos hace pedir en los tres coloquios de la primera semana [de los ejercicios espirituales, NdR]. Así que tomémoslo como gracia y avergoncémonos profundamente. Debemos amar una Iglesia con llagas. Muchas llagas…», dijo.
La gestión de la crisis chilena
La voluntad de ir a fondo con la política de «tolerancia cero» no ha impedido sin embargo las críticas contra el Papa, algunas muy encendidas. Incluso cuando ha insistido varias veces que jamás firmó ni firmará una petición de clemencia para un sacerdote abusador y cuando ha reconocido errores. Como el caso del sacerdote italiano Mauro Inzoli, a quien primero concedió una sanción más leve y después, dando marcha atrás, ordenó su expulsión del ministerio.
Otras señales de los últimos días avalan el compromiso por seguir combatiendo ese mal. El pasado fin de semana, la Santa Sede anunció el nombramiento de los integrantes de la Comisión para la Tutela de los Menores. El grupo, que sigue siendo presidido por O’Malley, consta de 16 miembros, la mitad mujeres y la mitad hombres. Nueve de esos cargos fueron renovados y algunos de los miembros son víctimas de abuso. Solo que, por decisión propia, se desconoce quiénes son.
Este anuncio coincidió con la presentación, en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, de una licenciatura en protección de menores. Y con la llegada a Estados Unidos de Charles Scicluna, arzobispo de La Valeta (Malta). El ex fiscal especial del Vaticano contra los delitos graves y rostro viviente de la tolerancia cero en tiempos del Papa Benedicto, hizo una parada en Nueva York en su camino a Chile, donde fue enviado por Francisco para echar luz sobre las denuncias de encubrimiento lanzadas contra el obispo de Osorno, Juan Barros.
Este viernes, 23 de febrero, concluirá el viaje del prelado. Durante toda la semana, ha dedicado horas y horas a escuchar los testimonios de las víctimas del otrora poderoso sacerdote Fernando Karadima, párroco del Sagrado Corazón de Jesús de El Bosque, uno de los barrios más acomodados de la capital. En 2011 él fue hallado culpable de abusos por los tribunales vaticanos.
En Nueva York, Scicluna oyó el testimonio de Juan Carlos Cruz. Él es una de las víctimas de Karadima. Junto con James Hamilton y José Andrés Murillo, son los denunciantes públicos de Barros. Aseguran que el ahora obispo asistió a varios de los abusos, cuando era uno de los pupilos predilectos del párroco de El Bosque. Tanto poder tuvo ese sacerdote, que logró –en su tiempo– la designación de cuatro de los suyos como obispos: Juan Barros como vicario militar, Andrés Arteaga como auxiliar de Santiago, Horacio Valenzuela Abarca en Talca y Tomislav Koljatic Maroevic en Linares.
Juan Carlos Cruz, víctima del sacerdote Fernando Karadima, se entrevistó en Nueva York con el arzobispo Charles Sciclun
(Foto: REUTERS/Eduardo Muñoz)
En enero de 2015 el Papa decidió nombrar a Barros como obispo de Osorno, una diócesis pequeña del sur del país. La designación abrió una herida que ya nunca cicatrizó. Ni siquiera cuando la sala de prensa vaticana precisó, el 31 de marzo siguiente, que la Congregación para los Obispos había estudiado «detalladamente» la candidatura del prelado y no había encontrado «razones objetivas que interfirieran con la misma».
Desde entonces Francisco se convenció de la inocencia de Barros. Certeza reforzada por la renuncia que este le presentó después, en dos ocasiones. En ese momento, Bergoglio habría podido enviar a él y a los otros clérigos cuestionados a un año sabático, pero no lo hizo. Confió en los informes de sus colaboradores, y así se mantuvo.
Las cosas cambiaron en su viaje apostólico a Chile, del 15 al 18 de enero. El Papa pudo darse cuenta que las acusaciones contra el obispo por encubrimiento eran más bien generalizadas y que la opinión pública de ese país estaba segura de su culpabilidad. Lo hizo pagando un caro precio, tras defenderlo él mismo ante algunos periodistas en Iquique. Un error de su equipo que lo terminó colocando frente a la realidad y modificó sus certezas.
Por eso dio marcha atrás y quiso ir más a fondo. Decidió enviar a Scicluna, para poner punto final al caso. Tras su encuentro con el arzobispo, Juan Carlos Cruz aseguró haberse sentido escuchado «por primera vez». Y valoró su empatía, porque «lloró cuando le contaba cosas». Tras su delicada misión, el enviado papal redactará un informe confidencial que terminará en el escritorio de Francisco. Solo él podrá decidir cuál será el futuro del vituperado obispo de Osorno. Y de su «tolerancia cero».
Andrés Beltramo Álvarez
(Foto: CNS)