Cuando Joseph Ratzinger llegó a Roma en 1982 para dirigir la Congregación para la Doctrina de la Fe, pocos obispos se preocupaban en serio de la protección de los menores o eran diligentes en corregir y castigar a los sacerdotes que cometían abusos sexuales. El tema era tabú en la cultura de la época: en la familia, en los internados, en las escuelas públicas, etc. Aunque, naturalmente, la Iglesia católica debería haber dado ejemplo, no era el primer caso de indiferencia ante un abuso grave.
En su encíclica de 2020, Fratelli tutti, Francisco lo reconocía sin paños calientes: «A veces me asombra que […] a la Iglesia le haya llevado tanto tiempo condenar contundentemente la esclavitud y diversas formas de violencia». Y señalaba otras lacras sin erradicar, pues «todavía hay quienes parecen sentirse alentados o, al menos, autorizados por su fe para sostener diversas formas de nacionalismos cerrados y violentos, actitudes xenófobas, desprecios e incluso maltratos hacia los que son diferentes».
En esa perspectiva histórica, el gran mérito de Joseph Ratzinger fue intentar atajar el problema del abuso de menores desde Doctrina de la Fe cuando ni la Congregación para el Clero ni la Secretaría de Estado se movían para solucionarlo. Y cuando el entorno de Juan Pablo II encubría los abusos sexuales de algunos obispos en Polonia, o los de Marcial Maciel en México.
Ratzinger no se disculpaba con los fallos ajenos. En su carta de respuesta de 2022 al informe de un despacho de abogados sobre abusos en la archidiócesis de Múnich desde 1945 hasta 2019, el Papa emérito no se justificaba, sino que iba directamente a lo esencial: «Una vez más, solo puedo manifestar a todas las víctimas de abusos sexuales mi profunda vergüenza, mi gran dolor y mi sincera petición de perdón. He tenido grandes responsabilidades en la Iglesia católica. Y mi dolor es todavía mayor por los abusos y los errores sucedidos durante el tiempo de mi mandato en los respectivos lugares».
En su época de prefecto, aunque apenas contaba con apoyos, Ratzinger consiguió que Juan Pablo II trasladase en 2001 las competencias disciplinarias sobre abusos sexuales a la Congregación para la Doctrina de la Fe, desde donde promovió serias reformas de la normativa para erradicar el problema. Era un cardenal dispuesto a clamar en público, como en el histórico vía crucis de 2005 en el Coliseo: «¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Cristo! ¡Cuánta soberbia, cuánta autosuficiencia!».
Como Papa, siguió hablando claro. Cuando en 2010 el correoso Angelo Sodano, decano del Colegio Cardenalicio, se refirió al problema de los abusos como «habladurías», Benedicto XVI manifestó durante un vuelo a Fátima: «Hoy vemos de modo aterrador que la mayor persecución de la Iglesia no viene de los enemigos externos, sino que nace del pecado dentro de la Iglesia. Y que la Iglesia necesita profundamente aprender de nuevo la penitencia, aceptar la purificación, aprender de nuevo el perdón, y también la necesidad de la justicia».
Hablaba con esa claridad porque, desde su viaje a Estados Unidos en 2008, había comenzado a reunirse con víctimas de abusos sexuales para escucharlas atentamente y pedirles perdón. Lo hizo en Washington y en Sydney, en el Vaticano y en Malta, en Londres y en Erfurt, en un total de al menos seis veces confirmadas por el portavoz papal.
El 19 de marzo de 2010 escribió una rotunda carta a los católicos de Irlanda —donde el problema era muy grave—, pero dirigida en realidad al mundo entero. Urgía a dar prioridad a las víctimas, no solo escuchándolas y pidiendo perdón, sino facilitando, además, la ayuda médica, espiritual y económica necesaria en cada caso.
Al mismo tiempo expulsaba discretamente del sacerdocio a casi un millar de abusadores. 400 tan solo en el periodo comprendido entre 2011 y 2012, según datos comunicados oficialmente a Naciones Unidas.
El cambio de rumbo marcado por Benedicto XVI ha permitido al Papa Francisco acelerar el paso ya en la dirección correcta. Y subir un escalón que no estaba al alcance del Pontífice alemán para resolver el problema de los obispos negligentes o encubridores.
Las medidas llegaron en 2019 con la carta apostólica Vos estis lux mundi: imponer a sacerdotes y religiosos la obligatoriedad de la denuncia, facilitar a todos los fieles mecanismos de denuncia directa al Vaticano y establecer plazos muy cortos para las investigaciones y los castigos. Era la pieza final del esquema de Joseph Ratzinger.
JUAN VICENTE BOO
Publicado en Alfa y Omega el 8 de enero 2023