Los pisos protegidos en España no superan el 2,5 % del total de las casas construidas frente al 9 % de media de los países europeos, lo cual afecta a los hogares más vulnerables, que no tienen acceso a ellos.
3 de octubre 2024.- «Llevo de alquiler desde que mi hija tenía 3 meses y ya tiene 15 años». Sensi, de 47 años, atiende a este semanario desde su piso, por el que paga 360 euros, cobrando un sueldo de 600. «Me desborda y muchas veces me veo obligada a pedir ayuda de alguna manera». Además, desde hace tres años está inscrita en la lista de vivienda de protección oficial de su ciudad, pero pasan los días «y no llega».
La posibilidad de encontrar un hogar digno en España vuelve a ser objeto de luchas partidistas en torno a la ley de vivienda aprobada en 2023. Hace unos días la Comisión de Vivienda del Senado pidió su derogación completa siguiendo una moción de Vox. En un principio el PP proponía eliminar solo apartados concretos, pero acabó haciendo suya la petición del partido de Santiago Abascal. Entre otras medidas, la ley pone sobre la mesa aumentar el parque de viviendas protegidas o garantizar que las personas puedan vivir allí al menos durante 30 años.
Estas propuestas responden a una situación que ya se torna insostenible para personas como Sensi, porque España se encuentra a la cola en la construcción de este tipo de pisos. Una prueba es el porcentaje de vivienda social de nuestro país, que no supera el 2,5 % del total de las casas construidas, frente al 9 % de media de los países europeos. Es una cifra «muy escasa que no responde a las necesidades de las familias más vulnerables», comenta a Alfa y Omega Thomas Ubrich, sociólogo del equipo de estudios de Cáritas Española.
Una de las características que tienen los pisos protegidos es que «el porcentaje que dedica la persona a pagar el alquiler sea muy reducido y le permita afrontar otras necesidades», afirma Ubrich. «La vivienda social debe tener un precio acorde con la realidad de la familia, además de ser de titularidad pública y estable en el tiempo». Aunque los requisitos varían de una comunidad a otra, algunos de ellos son que la casa debe ser la residencia habitual de la familia, que esta no tenga otra propiedad o que no supere un cierto nivel de ingresos.
Existe una carestía de este tipo de casas asequibles en nuestro país y Ubrich lo relaciona con la posibilidad que han abierto algunas comunidades de que los inquilinos puedan comprarlas. «En los años 70 y 80 hubo una inversión importante en construcción, que luego ha ido desapareciendo porque ese parque de alquiler social se puso a la venta». La suma de esas adquisiciones junto a una escasa inversión pública hace que cada vez haya menos viviendas protegidas para un número de familias vulnerables que no deja de crecer.
Pagar la casa… y lo demás
Pero no solamente se trata de acceder a un piso, sino también de poder mantenerse en él dignamente; encender la calefacción, poner la lavadora o comprar material escolar. Cáritas Española es una de las entidades sociales que no deja de repetirlo: cada vez hay más personas como Sensi que entran en una situación de pobreza extrema una vez que pagan su casa.
Este sobreesfuerzo de las familias ha provocado que aumenten los desahucios «también de personas en alquiler que son expulsadas por no poder afrontar unos gastos que aumentan de forma continuada sin que se les ponga freno», denuncia el sociólogo. Un ejemplo es Sensi, a la que desahuciaron por no poder pagar y explica que «a mi edad me busqué otro piso en un pueblo a las afueras, así que lo que me ahorraba en alquiler me lo gastaba en desplazamiento».
Misión imposible
Según el último estudio del centro de análisis Funcas, los jóvenes tienen más problemas para acceder a una vivienda que las generaciones anteriores. Sin que sea ninguna sorpresa, es una afirmación que no deja de impactar. Los alquileres han subido el doble que los salarios. Esto trasciende los problemas inmobiliarios porque afecta también a la posibilidad de emancipación o de formar una familia. Alquilar, sobre todo en las grandes ciudades con más turismo, se ha convertido en una carrera de obstáculos interminable.
No solo se trata de construir, sino también de ver para qué o para quiénes se está construyendo. «Durante años hemos levantado casas por encima de nuestras posibilidades porque eran casas para especular y para intereses económicos, más allá de las necesidades reales de las familias», asegura Ubrich.
Por lo general, construir vivienda social no tiene rédito electoral. Entre que se decide empezar a levantar un edificio y se entregan las llaves, los expertos aseguran que pueden pasar diez años, por lo que los políticos se arriesgan a que la medalla se la cuelguen otros. Sin embargo, este sociólogo afirma que «disponer de un parque público de alquiler social no solo es factible, porque hay países europeos que ya lo hacen, sino que es necesario». Visión a largo plazo, acciones políticas contundentes o medidas públicas serias son algunos de los reclamos para atajar el problema. Sin embargo, también sigue siendo necesario escuchar a personas como Sensi para entender que la falta de vivienda social impacta en vidas concretas.
ESTER MEDINA
Alfa y Omega