El artista, indignado por las críticas del maestro de ceremonias Biagio de Cesana, lo retrató en el «Juicio Final» con orejas de burro
Miguel Ángel Buonarrotti debe buena parte de su suerte al apoyo que obtuvo durante su vida por parte de los Papas. Uno de los que actuaron como mecenas del artista fue Pablo III, quien, además, restaba importancia a los continuos arrebatos de orgullo y rebelión contra el poder del polémico Miguel Ángel.
Su talento sobrenatural lo convertiría en una figura cuasi «divina» e intocable; esto provocaría que varios pontífices «se hicieran ciegos y sordos» ante las «majaderías» del artista. Los desaires y la ridiculización a ciertos miembros de la Iglesia por parte del pintor protagonizaron alguna que otra «vendetta», como así ocurrió con Biagio De Cesana (maestro de ceremonias de Pablo III) durante la elaboración de los frescos del «Juicio Final» en la Capilla Sixtina.
«Los santos no tienen sastre»
El Papa Julio II
Miguel Ángel –quien cincelaba con la mano de Dios la belleza del desnudo en el mármol– interrumpiría momentáneamente su obra escultórica, y entre la que se encontraba el ambicioso mausoleo del Papa Julio II.
Según relata Ascanio Condivi en la «Vida de Miguel Ángel Buonarroti», Julio II, conocido también como el «Papa guerrero», le mandó detener la creación de su tumba, tras ocho meses escogiendo los mármoles, porque necesitaba su total dedicación en la nueva obra pictórica para el Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano que se convertiría quizás en el legado más emocionante de la pintura.
Miguel Ángel, a pesar de no agradarle del todo la idea, aceptó el santísimo encargo para pintar los frescos de profetas y apóstoles. Después de cuatro años de trabajo, en 1512 las puertas de la Capilla Sixtina se abrirían para los más privilegiados; todos quedarían extasiados ante aquella insuperable belleza.
No obstante, la doble moral de la época dio lugar a algunas críticas fundamentadas en la castidad y el pudor; así sucedería con los comentarios negativos de Biagio De Cesana, quien se mostraba escandalizado ante las partes dibujadas de los santos. De esta manera, acudió junto a otros cardenales a quejarse con el nuevo Papa, Pablo III.
El Pontífice convocó al autor para comentarle que los «genitales santos» le producían cierto sofoco al cardenal. Y con mucho pesar le pedía vestirlos, a lo que Miguel Ángel respondió: «Santidad, los santos no tienen sastre». No obstante, la autoridad mandó pintar una especie de gasa blanca sobre el problema.
Retrato del Papa Pablo III Farnesio, obra de Tiziano (1543)
Por el año 1530, Pablo III, sabía que, a pesar de su carácter, no había genio que se le equiparase al escandaloso artista. Por esta razón, solicitaría de sus virtudes creativas –al igual que los papas anteriores– para que pintase el «Juicio Final» en la Sixtina. Aunque todavía estaba muy enfadado con el pontífice por haber mandado cubrir los desnudos de su creación anterior, aceptó el proyecto; pues ahí encontraría la inspiración y el momento para vengarse por la censura.
Miguel Ángel no sentía ningún tipo de pasión por los asuntos religiosos. Sin embargo, utilizaría la temática apocalíptica del «Juicio Final» para elaborar una exquisita revancha contra Biagio De Cesana, como el gran responsable de la severa modificación de su obra.
La vendetta resultó un tanto cómica. Miguel Ángel ilustraría al maestro de ceremonias en el inframundo. Biagio De Cesana fue ridiculizado con descomunales orejas de burro y una serpiente enroscada al pecho y mordiéndole los testículos. El quisquilloso cardenal, que se reconocería al instante, protagonizaba el infierno en la Sixtina. De Cesana estaba aterrado al verse reflejado para toda la eternidad en el fuego del averno.
Nuevamente acudió al Pablo III, relatándole la humillación a su santísima persona. De Cesana le suplicaba que reprimiese al pintor, a lo que el Papa le respondió muy burlesco: «Si os hubiera enviado al Purgatorio, podría hacer algo, porque hasta allí llega mi poder para sacaros; pero en el infierno es imposible; de allí no se puede salir, hijo mío».
El «divinizado»
La capilla Sixtina
Durante este periodo, Roma perdía el control a través de la religión en Alemania. Martín Lutero propagaba con rapidez la reforma protestante gracias a la imprenta. La brecha en la Iglesia comenzaría a estirarse violentamente; y la aversión hacia la adoración de las imágenes religiosas significaría no solo el rechazo, sino la destrucción a un sinfín de arte sacro.
El país germano era una causa perdida para la santa Iglesia católica apostólica romana, sin embargo tardarían poco más de veinte años en establecer la Contrarreforma. Un método cuasi propagandístico que ha permitido que Roma, o la Ciudad del Vaticano, continuase su soberanía sobre reyes; y se siga manteniendo como un principal enclave religioso.
Aunque venían del mismo vientre espiritual, los hermanos de credo se matarían entre sí durante casi 200 años. Y en la masacre renacía el arte religioso como uno de los frentes contra el luteranismo. Ahora sí era sagrado, pues una imagen valía más que todos los rezos en latín. De esta manera, las manos prodigiosas que podían llevar a Dios a la expresión visual –como Miguel Ángel– eran de extrema importancia para los asuntos de Roma.
«El Papa Julio III estaba dispuesto a embalsamar el cuerpo del artista para mantenerlo junto a sí, tras su muerte, e incluso a dar parte de sus años de vida a Miguel Ángel, todo para que este «divino espíritu» siguiera creando esas obras «divinas más que humanas», relató Condivi en su obra.
La personalidad de Miguel Ángel Buonarroti sembró muchas enemistades, especialmente con el clero. La controvertida vida de este genio fue objeto de interés para muchos investigadores; en su mayoría partirían desde las memorias publicadas por dos coetáneos del pintor: Ascanio Condivi –íntimo amigo de Buonarroti– y Giorgio Vasari –uno de los primeros historiadores del arte que además fue discípulo del creativo–.
Las visiones de ambos más que retroalimentarse, se enfrentan en una parte fundamental sobre el carácter del personaje. En opinión de Vasari, Miguel Ángel era un «misántropo» según recoge en su obra «Miguel Ángel Buonarroti, florentino: pintor, escultor y arquitecto».
No obstante, Condivi muestra una faceta más sensible del artista, quien lo definía como «melancólico»; como también así se revelaba a sí mismo en el intercambio epistolar entre ambos.
«Uno de los argumentos más repetidos fue el del mal carácter del artista o incluso la vileza de su comportamiento. El temperamento difícil de Buonarroti lo manifestaba claramente el papa León X, quien lo conocía bien, puesto que había pasado parte de su adolescencia junto al artista cuando éste residía en el palacio Médicis de Florencia, protegido por su padre, Lorenzo el Magnífico. León se quejaba amargamente a Sebastiano del Piombo de que Miguel Ángel era insufrible y que ni siquiera se podía hablar con él. Paulo Giovio iba más lejos, y a la excelencia del artista oponía la mezquindad del hombre. Ese carácter difícil y el afán perfeccionista parecían impedir a Miguel Ángel contar con colaboradores», escribió Vasari en la biografía.
La fuerte impronta territorial de Buonarroti impidió que se acabase la fachada de San Lorenzo de Florencia. En el relato de Vasari, se menciona a un gran número de artistas involucrados en dicho proyecto, pero el maestro «no quería a nadie más que a sí mismo en la obra». Evidentemente el resultado fue un desastre, porque como aseguró el escritor: «El hecho de no querer ayuda motivó que no la hiciera ni él ni ningún otro».
Retrato de Miguel Ángel atribuido a Ascanio Condivi
Sin embargo, Condivi limpiaría la memoria de su amigo atribuyendo la falta de recursos como el único factor que impidió que se acabase tanto la fachada, como su misión como arquitecto de la cúpula en la Basílica de San Pedro y también la tumba del «Papa guerrero». «Fueron de una magnitud tan ambiciosa que, por falta de tiempo o de recursos, no pudo completar ninguno de ellos de la forma prevista en un principio. Sin embargo, hasta sus edificios y esculturas incompletos fueron venerados como obras maestras y ejercieron una enorme influencia sobre otros artistas», confesó Condivi.
Un rico miserable
«No sólo fue el pintor o escultor más célebre de la historia; también es probable que fuera más rico de lo que había sido ningún otro artista anterior», escribió Gayford Martin, un reconocido historiador, en su obra «Miguel Ángel: Una vida épica».
Miguel Ángel no tenía gusto por los bancos. Él prefería guardar el dinero en su casa. Cuando el artista murió, fueron a su casa para hacer inventario, en donde encontraron más de 8.000 ducados de oro bajo su cama –más de treinta kilos de oro en monedas–. «Por muy rico que haya sido, siempre he vivido como un pobre», había confesado a Condivi en una carta.
Eugenia Miras/ABC
Imagen: Detalle de El juicio final,
en el que se ve al cardenal Biagio de Cesana
con orejas de burro y en el infierno