En L’Osservatore Romano, el cardenal y biblista recorre los orígenes del Año Santo desde el Antiguo Testamento hasta los Evangelios.
Es costumbre rastrear la realidad germinal del «jubileo» hasta el sonido del cuerno de un carnero: el eco procedía de Jerusalén, atravesaba el aire y saltaba de pueblo en pueblo. Ahora bien, en el texto hebreo de todo el Antiguo Testamento, el término jobel aparece veintisiete veces: seis veces no hay duda de que significa cuerno de carnero, mientras que las otras veintiuna se refiere al año jubilar. La página fundamental de referencia es el capítulo 25 del libro del Levítico. Se trata de un texto complejo, incluido en el libro de los hijos de Leví, por tanto, de los sacerdotes, un libro ceremonial de regulaciones minuciosas y meticulosas relativas a la ritualidad propia del templo de Jerusalén.
Una premisa filológica
El término jobel resuena principalmente en ese texto, pero también se encuentra en el capítulo 27. La antigua versión griega de la Biblia, tradicionalmente conocida como Septuaginta, al enfrentarse a esta palabra – jobel – en lugar de traducirla con el recursivo «jubileo», año jubilar, la tradujo según un canon interpretativo: áphesis, que en griego significa «remisión», «liberación» o incluso «perdón». Esta palabra será muy importante para Jesús porque -como veremos- no habla de jubileo, sino que utiliza en el griego de Lucas precisamente el término áphesis. En efecto, en el Nuevo Testamento nunca aparece la palabra «jubileo». Los Setenta, estos antiguos traductores de la Biblia, han pasado pues de un dato cultual exquisitamente sacral (la celebración del año jubilar que comienza con el toque del cuerno de carnero en una fecha muy concreta, en relación con la solemnidad del Kippur, es decir, de la Expiación por el pecado de Israel) a un concepto ético, moral, existencial: la remisión de las deudas, la liberación de los esclavos (que era el contenido del jubileo). El tema del jubileo se desplazó, por tanto, del lenguaje y del acto litúrgico al lenguaje y a la experiencia ético-social. Este elemento también es relevante hoy en día para no reducir el jubileo cristiano sólo a la basilar celebración o ritual, sino para transformarlo en un paradigma de la vida cristiana. Algunos estudiosos han pensado que el término jobel no debe relacionarse con el sonido del cuerno del carnero, sino con la raíz hebrea jabal, que también significa «reenviar, restituir, despedir». La interpretación parece un poco forzada, sin embargo, porque ese «despedir » no indica necesariamente liberación, no tiene el aliento del citado término griego áphesis, retomado con especial énfasis por el propio Jesús. Otros intentos filológicos han ofrecido diversas explicaciones, pero hay que reconocer que el elemento de partida es un dato ritual. Supone el sonido del cuerno del carnero que marcaba el comienzo de un año concreto, el décimo día del mes otoñal de Tishri, correspondiente aproximadamente a nuestro septiembre-octubre, mes en el que también caía el Kippur. Es interesante observar que, en la lengua fenicia, en cierto modo hermana mayor del hebreo, la misma raíz, es decir, las tres consonantes subyacentes a la palabra jobel, es decir, jbl, denota la «cabra», un componente significativo del propio Kippur. No cabe duda, pues, de que el sonido del cuerno, su marcación de un tiempo sagrado, está en la base del término «jubileo», pero no hay que olvidar la tensión que conduce al otro polo, el de la traducción griega: no se trata sólo de un ritual, es un elemento que debe afectar profundamente a la existencia de un pueblo. Tras esta introducción, tratemos de recoger e ilustrar algunos temas jubilares fundamentales que aparecen en cierto modo entrelazados.
El descanso de la tierra
Según el texto bíblico, el primer tema bastante original es el «descanso» de la tierra. Según el esquema sabático, por el que se medía el tiempo dentro de la tradición bíblica, la tierra ya debía reposar cada siete años. Según el Levítico 25, la tierra debía descansar también en el año jubilar, que seguía a siete semanas de años, es decir, en la quincuagésima. La empresa parece poco práctica y difícil de llevar a cabo. Es posible hacer reposar la tierra durante un año, sobre todo en una civilización como la del antiguo Cercano Oriente, donde las necesidades eran mucho menores que las nuestras y la vida mucho más frugal. Pero dejar descansar la tierra durante dos años seguidos (el cuadragésimo noveno sabático y el quincuagésimo jubilar), en una economía esencialmente agrícola, habría puesto en peligro la propia supervivencia de la tierra. Por tanto, o bien el año jubilar se hizo coincidir con el séptimo año de la séptima semana, o bien el jubileo, más que una aplicación concreta, era ante todo un deseo, un signo utópico, una mirada más allá del modo de vida habitual. Dejar reposar la tierra es no sembrarla y no recoger sus frutos. Esta elección, por una parte, hace descubrir que la tierra es un don, porque, aunque en menor cantidad, algo consigue producir todavía. Sus frutos serán más escasos, pero no faltarán. Se recuerda así que los ciclos de la naturaleza dependen no sólo de la obra del hombre, sino también del Creador. Es un recordatorio de otra primacía, la trascendente. Por otra parte, en este período hubo un intento de superar la propiedad privada y tribal, ya que cada cual podía tomar de la tierra lo que ésta le ofrecía, sin respetar los límites y cercos del catastro. Se trata, en la práctica, del reconocimiento del destino universal de los bienes por el que todo está disponible para todos. Este tema también puede adquirir un gran significado en la sociedad actual. En ella, la humanidad puede representarse por una mesa puesta en la que hay unos pocos, por un lado, que disponen de una acumulación exagerada de bienes, y el resto de la gente, por otro, una multitud que permanece al margen y sólo puede disfrutar de las sobras y las migajas. Ya no existe la idea de la disponibilidad universal de los bienes, antecedente de toda propiedad privada. En este sentido, es sugestivo referirse a las reflexiones propuestas al respecto por la encíclica Laudato si’ del Papa Francisco.
La condonación de las deudas y la restitución de las tierras
El segundo tema, igualmente original, es la remisión de las deudas y la restitución in pristinum (al propietario original) de las tierras enajenadas y vendidas. Desde el punto de vista bíblico, la tierra no era una posesión del individuo, sino de las tribus y clanes familiares, cada uno de los cuales tenía su territorio particular. Se había otorgado durante el famoso reparto de la tierra tras la conquista de Canaán, como leemos en el libro de Josué (cc. 13-21). Cada vez que, por diversas razones, el clan perdía su tierra, estaba, en cierto sentido, fallando en la división querida por Dios. Con el jubileo, es decir, cada medio siglo, se reconstruía el mapa de la tierra prometida, tal como Dios lo había querido, mediante el don divino de la división de la tierra entre las tribus de Israel. Cada uno recibía entonces su porción, excepto la tribu de Leví, que vivía de las contribuciones hechas por las otras tribus por su servicio en el templo. En cuanto a las deudas, ocurrió esencialmente lo mismo. Al principio del período jubilar, todos eran iguales, con las mismas pocas posesiones. Más tarde, sin embargo, algunos habían perdido sus posesiones por desgracia, otros por pereza o incapacidad. Al cabo de cincuenta años, se decidió volver al punto de partida, encontrándose todos en un nivel de comunión de bienes absoluto, ideal, utópico, en igualdad. Todo seguía siendo común y se distribuía según las distintas tribus. Cada familia recuperaba así sus bienes, sus tierras y todos sus hijos. En un llamamiento del libro del Deuteronomio, esta renovación social se propone continuamente al judío para que la considere como el modelo social que debe vivir, aunque a sabiendas de que se trata de un proyecto ideal nunca plenamente realizable. De hecho, en el libro del Deuteronomio leemos: «Que no haya entre vosotros ningún necesitado […] y si hay entre vosotros algún hermano tuyo necesitado, no endurezcas tu corazón ni cierres tu mano» (15:4, 7). Una opción que no es sólo de adhesión ideal a la fraternidad y a la solidaridad, sino que implica la concreción de la «mano», es decir, la acción, el compromiso social concreto. Recordemos el perfil de la comunidad cristiana de Jerusalén en la que -como reitera varias veces Lucas en los Hechos de los Apóstoles- «nadie llamaba suyo a lo que le pertenecía, sino que todo era común a ellos» (4,32).
La liberación de los esclavos
El tercer tema estructural del jubileo bíblico es igualmente incisivo y desafiante. El jubileo era el año de la condonación no sólo de las deudas, sino también de la liberación de los esclavos. El libro de Ezequiel (46:17) habla del jubileo como el año de la liberación, de la redención, el año en que los que habían ido a servir para sobrevivir a la miseria regresaban a sus hogares, con sus deudas perdonadas y sus tierras y libertad recuperadas. Volvían a ser el pueblo del éxodo, el pueblo libre de la capa de plomo de la esclavitud y la discriminación. De nuevo, se trataba de una propuesta ideal, destinada a crear una comunidad que ya no tuviera en su seno lazos de prevaricación de unos con otros, que ya no tuviera grilletes en los pies y que pudiera caminar unida hacia una meta. Es evidente cómo su pertinencia se aplica también a nuestra historia en la que existe un número exterminado de formas de esclavitud: la drogadicción, el tráfico de prostitutas, la explotación infantil con fines laborales o sexuales y la pornografía infantil, y tantas otras formas feroces de sometimiento. También se puede pensar en todos aquellos pueblos que son prácticamente esclavos de las superpotencias porque con sus deudas son absolutamente incapaces de ser árbitros de su propio destino; las actividades de ciertas multinacionales son a menudo una verdadera forma de tiranía económica que oprime a ciertas naciones y sociedades. Por tanto, la resonancia de la palabra jubilar de la libertad tiene un gran significado incluso en nuestro tiempo, al igual que la llamada a la liberación interior. En efecto, se puede ser exteriormente libre pero interiormente esclavizado por ciertas cadenas invisibles, como los condicionamientos sociales de la comunicación de masas, de la superficialidad, de la vulgaridad y de las adicciones a la infoesfera. En un pasaje del libro de Jeremías (34:14-17), el profeta explica enérgicamente el colapso y la esclavización de Jerusalén y Judea por los babilonios en 586 a.C. precisamente como un juicio de Dios por el hecho de que los judíos no habían liberado a los esclavos en el jubileo. El egoísmo había hecho que no se practicara la gran norma de la libertad y, como consecuencia, se había producido una especie de castigo de reciprocidad por parte de Dios que había esclavizado a Israel.
El jubileo de Jesús
Al comienzo de su predicación pública, según el Evangelio de Lucas, Cristo había entrado en la modesta sinagoga de su pueblo, Nazaret. Aquel sábado, se había leído un texto isaiano (c. 61) y le había correspondido proclamarlo y comentarlo. Con esas palabras, se había presentado como enviado del Padre para inaugurar un jubileo perfecto que se extendería a lo largo de los siglos siguientes y que los cristianos debían celebrar en espíritu y verdad: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el año de gracia del Señor»(Lc 4,18-19). Esta es la otra raíz -además de la antiguotestamentaria- del jubileo cristiano. En palabras de Jesús, el horizonte del año santo se convierte en el paradigma de la vida del cristiano, que se ensancha y abarca todos aquellos sufrimientos que son el programa de la misión de Cristo y de la Iglesia. El «año de gracia del Señor», es decir, de su salvación, incluye cuatro gestos fundamentales. El primero es «evangelizar a los pobres»: el verbo griego es justamente en la base de la palabra evangelio, la «buena nueva», la «buena nueva» del Reino de Dios. Los destinatarios son los «pobres», es decir, los últimos de la tierra, aquellos que no tienen la fuerza del poder político y económico, pero cuyos corazones están abiertos a la adhesión a la fe. El jubileo pretende volver a poner en el centro de la Iglesia a los humildes, a los pobres, a los miserables, a los que externa e internamente dependen de las manos de Dios y de sus hermanos. La libertad es el segundo acto jubilar, un acto que -como hemos visto- ya estaba en el jubileo de Israel. Sin embargo, Jesús se refiere también a los prisioneros en un sentido estricto y metafórico, y aquí se anticipan las palabras que repetirá en la escena del juicio al final del relato: «Estuve preso y vinisteis a verme»(Mt 25,36). El tercer compromiso es devolver «la vista a los ciegos», un gesto que Jesús realizó a menudo durante su existencia terrena: pensemos sólo en el famoso episodio del ciego de nacimiento (Juan, 9). Éste era, según el Antiguo Testamento y la tradición judía, el signo de la llegada del Mesías. De hecho, en la oscuridad en la que está envuelto el ciego, no sólo está la expresión de un gran sufrimiento, sino también un símbolo. Hay, en efecto, una ceguera interior que no coincide con la física y es la incapacidad de ver en profundidad, con los ojos del corazón y del alma. Una ceguera difícil de erradicar, quizá más que la ceguera física, que atenaza a tantas personas en cuyas almas hay que inyectar un rayo de luz. Finalmente, como cuarto y último compromiso, se propone la liberación de la opresión, que no es sólo la esclavitud mencionada anteriormente a propósito del jubileo judío, sino que incluye todo el sufrimiento y el mal que oprimen el cuerpo y el espíritu. Es lo que atestiguará todo el ministerio público de Cristo. La meta ideal del auténtico jubileo cristiano es, pues, esta tetralogía espiritual, moral y existencial.
GIANFRANCO RAVASI
Imagen: El cardenal Gianfranco Ravasi