El 16 de febrero de 2024, tras haber pasado más de tres años en prisión, falleció en una cárcel de alta seguridad más allá del círculo polar ártico el disidente ruso Alexéi Navalni (1976-2024). Su crimen: osar presentarse como candidato independiente a las elecciones presidenciales en Rusia, denunciando públicamente la corrupción y el abuso de poder, disfrazados bajo una impostada retórica nacionalista y tradicionalista, del presidente Vladimir Putin y su partido Rusia Unida, en el poder ininterrumpidamente desde 2000.
En efecto, bajo el pretexto de unos inventados delitos y mediante unos juicios-farsa, después de haber intentado infructuosamente eliminarlo mediante el uso del veneno novichock, el régimen putinista se quitó por fin de en medio a Navalni, su opositor más popular y la más lúcida e incómoda conciencia crítica de su naturaleza totalitaria, arrojándole a un remoto penal, aislado del resto del mundo, en unas condiciones inhumanas que terminaron prematuramente con su vida.
Pero, ¿quién era realmente Navalni? Y, sobre todo, ¿qué llevó a un joven y desconocido abogado de Moscú a dar el salto a la arena pública y a enfrentarse a pecho descubierto a la despiadada maquinaria del poder de Putin? A estas preguntas tratan de responder los profesores italianos, expertos en la historia y cultura rusa contemporáneas Adriano y Marta Dell’Asta, a través de una selección de textos del propio Navalni publicados en redes sociales, últimas palabras ante los tribunales, entrevistas a medios de comunicación y cartas personales (casi todas ellas enviadas ya desde la cárcel), recopilados bajo el título No tengo miedo, no lo tengáis vosotros (Ediciones Encuentro, 2025).
«Creo que nadie tiene derecho a permanecer neutral, ninguno de nosotros tiene derecho a sustraerse al intento de hacer del mundo un lugar mejor». Estas últimas palabras de Navalni ante uno de los muchos tribunales que le condenaron, condensa el núcleo intelectual y afectivo de su vocación política. Es la conciencia de que cada persona, por el mero hecho de existir, tiene una misión y una responsabilidad únicas e intransferibles, por humildes e insignificantes que parezcan: «Simplemente hay que trabajar y no creer que alguno lo hará en nuestro lugar […] Nadie hará nada, simplemente vuestro lugar en el frente quedará desguarnecido».
¿Qué es lo que golpea la conciencia de Navalni de tal forma que le impide quedarse con los brazos cruzados? La experiencia de la mentira como destructora de la vida social y personal: «Todo está construido sobre la mentira, sobre la mentira cotidiana […] Y según aportamos pruebas convincentes, más crece la mentira. Esta mentira se ha convertido en el mecanismo que hace avanzar al Estado, se ha convertido en la esencia del Estado». Ante esta gigantesca maraña de mentiras e hipocresía del putinismo, que usa la defensa de la religión, la nación y los valores tradicionales para encubrir la corrupción y depravación moral de los oligarcas, ¿es una opción mirar hacia otro lado? Navalni lo tiene claro: «La vida es demasiado breve para mirar solamente a la mesa», espeta al fiscal que le está acusando; «[al final de la vida comprenderemos que] nada de lo que hemos hecho, que nos ha llevado a mirar fijamente a la mesa y quedarnos en silencio, ha tenido significado. Los únicos momentos de nuestra vida que tienen un sentido son aquellos en los que hacemos algo justo. Cuando […] levantamos la mirada y nos miramos a los ojos».
Pero Navalni sabe que la denuncia de la mentira, en un contexto de falsedad e impostura generalizadas, no es creíble sin el testimonio de alguien que no mienta, cuya fiabilidad exige asumir un gran sacrificio: «Estoy dispuesto a permanecer en prisión con tal de demostrar a todo el mundo y a mí mismo que no todos en Rusia son locos pervertidos y sanguijuelas», escribe a propósito de la infame invasión de Ucrania y la matanza de Bucha; y, en otro momento, afirma: «He viajado por todo el país y por todas partes he anunciado desde el estrado: os prometo que no os traicionaré, no os engañaré ni os abandonaré. Al volver [a Rusia, para ser detenido] he mantenido la promesa que hice a mis electores. Al final, también tendrá que aparecer en Rusia alguien que no mienta».
El inmenso amor a su país y a la verdad de Navalni está sostenido por su fe en Dios (en un momento se define como «el típico creyente postsoviético»), por el amor que recibe de su mujer, Yulia, a la que dirige unas conmovedoras cartas; de sus dos hijos; por compañeros de fatigas, por amigos y por la experiencia de otros históricos disidentes soviéticos, como el mítico Sharansky, quien le hace llegar estas líneas a la prisión: «Además de la ley de gravitación universal de los cuerpos, existe la ley de gravitación universal de las almas. Al seguir siendo un hombre libre, tú, Alexéi, dejas una huella en el alma de millones de personas en todo el mundo».
«Hola, soy Navalni»; así empezaba sus alocuciones en YouTube y otras redes sociales, presentándose en primera persona, mirando directamente a los ojos de sus interlocutores, afirmando la presencia real, no fingida ni impostada, de un hombre libre, falible y limitado, pero atravesado por una milagrosamente pura pasión por su pueblo y su prosperidad. Si es cierto aquello de que no hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos, sin duda alguna Navalni es uno de los santos más importantes de lo que llevamos de siglo.

LUIS RUIZ DEL ÁRBOL
Abogado e ilustrador