«La realidad de las estadísticas —comentaba Pablo Motos el día de los enamorados— nos dice que el 62 % de los hombres y el 44 % de las mujeres reconocen haber sido infieles alguna vez. […] ¿No será que eso de la fidelidad y la pareja, tal y como lo venimos entendiendo desde antiguo, están pidiendo a gritos una revisión y una puesta al día? Casi seguro que sí […]. ¿Es posible un amor libre, sin sentido de posesión, que no limite y corte las alas a los enamorados y que no se convierta en una especie de cárcel desde la que no podemos mirar, desear y amar a nadie más que a quien está encerrado con nosotros? Porque las estadísticas nos dicen que o mentimos o que no nos conocemos cuando nos comprometemos». Esta generosa propuesta de Pablo recibe el nombre, ya tradicional, de poliamor. Se trata de un amor dadivoso y desprendido. Pero el presentador se engaña si lo considera revolucionario. Comienza a ser añoso, conservador e incluso casposo.
Ángela Rodríguez Pam, secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género, considera «escandaloso ese 75 % de niñas y chicas jóvenes en nuestro país que dicen: “Prefiero la penetración antes que la autoestimulación”». A Pam debe de poderle la ansiedad por la lentitud con la que avanzan estas moderneces. Porque la tendencia estadística evidencia el tránsito de la filantropía a la autoestima. El maridaje de onanismo y pornografía comienza a ganar enteros al encuentro sexual en Estados Unidos y en los países más importantes de la Unión Europea. Y en el horizonte de progreso mundial se encuentra Japón, donde el 46 % de las mujeres y el 25 % de los hombres en entre los 16 y los 25 años desprecian el encuentro sexual hasta el punto de preferir evitarlo para siempre. Parece que todos seguiremos los pasos de esta Internacional Onanista. Que no se impaciente Pam. Es la realidad de las estadísticas. Pero ¿cuál es la explicación?
Se arguyen con frecuencia motivos socioeconómicos, la violencia o el machismo, la fatiga laboral y el cajón de sastre que ha venido a ser la COVID-19. Pero puede añadirse una más. ¿Y si en el poliamor estaba ya prefigurado el hastío de Pam? En apariencia se contraponen. Pablo y Pam se sienten contrincantes. Se acusan con gravedad, pero en realidad juegan al mismo juego y en el mismo equipo, aunque en momentos distintos del partido. Uno sigue al otro, como la gallina al huevo. De aquellos polvos, estos lodos.
La ligereza del amor poliédrico de Pablo nace de la levedad de las identidades. Al desaparecer un tú fijo, el yo puede difuminarse en un flujo de sensualidad. Por eso ya Nietzsche instrumentalizó la orgía dionisiaca para emborronar los límites personales. Los rostros se deshacen en el tumulto. Son solo un like en Bumble, Tinder, Grindr… que queda atrás en el tiempo con casi la misma velocidad con la que el dedo moviliza la pantalla. La sexualidad se desliza de un amor aventurero al cazcaleo sensual, donde el quién va disolviendo en el qué. La relación sexual, como ha escrito Diego Fusaro en su libro El nuevo orden erótico (El viejo topo, 2023) se vuelve así de consumo: «Toda relación no es única ni insustituible, sino que puede ser reemplazada rápidamente por otra». Fusaro lo ha llamado precariado sentimental. No se sacrifica, no se entrega. Fluye. Como mucho se instala en una especie de «egoísmo à deux» fijo discontinuo.
Con todo, el tú de esos intercambios termina por resultar siempre demasiado denso. El otro importuna con sus pretensiones, con sus sentimientos, con sus olores, sus formas y, sobre todo, con su autonomía. En definitiva, con su realidad. No se deja consumir del todo, no se adecúa a las imágenes o deseos del yo que se quiere soberano e independiente. La alteridad incombustible es molesta porque limita la absorción. Además, no cumple lo que promete, porque la soledad se agudiza en la angustiosa carrera del deseo, siempre una vez más. El otro sobra y la pornografía o el Satisfyer mejoran en sus prestaciones técnicas. La soledad y el vacío no son menos exasperantes, pero el placer es más autónomo. Pam culmina, así, la disolución capitalista del tú poliamoroso. Pam es hija de Pablo.
Hijos de un dios menor, que no se ha entregado por los hombres y que, con ello, desmerece nuestra entrega. Sin verdadera ofrenda el amor se deshace en sensualidad. El amor es la consagración total a alguien, de todo el afecto y de toda la vida. Todo lo demás es, o acaba siendo, masturbación. Y las traiciones o los fallos en el amor no pueden cambiar su naturaleza, por mucho que adaptemos los nombres buscando una justificación. Solo un Dios sacrificado podría devolvernos el amor, como dijo Valentí Puig a la muerte de Juan Pablo II: «Catedrales de Europa, vacías, dramas de Dios. Sí, tantos choques del pecado y el amor nos hacen débiles, ¡y necesitaríamos tanta misericordia! Un exceso humano de humanismo lo empeora: justifica el error, en lugar de confortar a quien yerra».
CARLOS PÉREZ LAPORTA