¿Es la nuestra una generación de cristal? La pregunta, cada vez más repetida, bien podría ser retórica. Parece innecesaria, por obvia, la respuesta. ¿Acaso no lo han sido todas las generaciones pretéritas y no lo serán todas las generaciones futuras? Platón identificaba en nuestra precariedad, en nuestra inexorable dependencia de los otros, la razón de la sociabilidad humana. Los medievales, por su parte, la señalaban también como origen del impulso religioso. Porque el hombre es vulnerable, ha de ser sociable. Porque la sociedad es vulnerable, debe ser religiosa.
Basta una observación atenta de la realidad para constatar esta intuición clásica: el individuo no puede alcanzar por sí mismo cuanto anhela; se le niega en soledad cuanto se le concede en comunidad. La cristalidad no sería así la clave de lectura de nuestra generación, sino la clave de lectura de todas las generaciones. Cuando alguien proclama que los jóvenes contemporáneos son de cristal, apenas reformula la obviedad de que son hombres y no superhombres. La cristalidad es esencial al ser humano; lo define como la pesantez al pedrusco.
Me tomo la licencia, por tanto, de reformular el interrogante. Comprobada la indigencia ontológica del hombre, aceptada como ineluctable su fragilidad, el debate contemporáneo pierde de improviso su vigor. No es pertinente preguntarse si el hombre contemporáneo es frágil; es pertinente preguntarse si es más frágil que sus ancestros y, en caso de que sí, por qué.
Los síntomas de lo primero son tan elocuentes que apenas basta enumerarlos. El suicidio, antaño tragedia inconcebible, casi innombrable, se multiplica con el nefando vértigo de una plaga. También proliferan las depresiones y los ansiolíticos, la inestabilidad anímica y los tratamientos psiquiátricos. El ideal estoico de la ataraxia, o el católico de la paz interior, tienen para el milenial y el zoomer los contornos de una quimera. Acaso conscientes de nuestra quebradiza salud mental, acaso celosos de una felicidad que creemos inconciliable con la tribulación o con la zozobra, rehuimos el sufrimiento como el ácido. La intemperie parece nuestra situación exacta en el mundo; semejamos una planta joven que, desprovista de su tutor, queda a merced de los veleidosos designios de Tempestas.
No querría detenerme en los síntomas. Es la identificación de las causas la que requiere todo nuestro afán, toda nuestra lucidez. Sabemos que ha prosperado en las últimas décadas una concepción luminosa de la independencia, que constituiría, a juicio de la ortodoxia actual, algo así como el culmen de una vida lograda. El hombre verdaderamente libre sería el hombre autónomo, el selfmade man de la ensoñación americana, el portento que alcanza cuanto se propone por la sola fuerza de su voluntad. Erigido el emprendedor en arquetipo, se descarta la intuición platónica del prójimo como preciso remedio a nuestra indigencia, como condición indispensable para nuestra plenitud. En el mejor de los casos, es superfluo; en el peor, hostil. Los vínculos degeneran en argollas, las relaciones estables en prisiones permanentes. El bien del individuo es el repliegue de la comunidad.
Apenas se requiere inteligencia para deducir las consecuencias de estas premisas. Si la independencia es nuestro ideal, el prójimo importuna. Si el prójimo importuna, el aislamiento bendice. Recogemos ahora el fruto tóxico de una idea torcida. La confusión de independencia y libertad es la causa —remota al menos— de eso que algunos analistas han bautizado como epidemia de soledad. La emancipación del individuo era en verdad su condena. La liberación, su penoso encierro en una jaula de cristal. Descubrimos ahora la verdadera naturaleza de las relaciones comunitarias: no son argollas, sino sostenes; no ataduras, sino raíces. La singular fragilidad del zoomer deriva de la decadencia de unas instituciones que lo protegían de la hostilidad del mundo, primero, y de su propia miseria, después. Como el relámpago al trueno, al desgarro de los vínculos sigue, ineluctablemente, la febril acometida de los monstruos.
Se nos insinúa ya, en las postrimerías de este titubeo, una desconcertante paradoja: solo atenuaremos la vulnerabilidad contemporánea, circunstancial, si reconocemos nuestra vulnerabilidad ontológica, estructural. Incluso el héroe, modelo de fortaleza, campeón de la autorrealización vital, necesita el canto del aedo para alcanzar la gloria. Quizá la sustancia humana, de la que está hecha nuestra generación, las generaciones que fueron y las generaciones que vendrán sea, sí, tan frágil como el cristal. Quizá ningún material ilustre mejor nuestra condición quebradiza, en permanente coqueteo con los añicos. ¿Qué somos, al fin y al cabo, nosotros solos, sin los desvelos de alguien que nos ama? ¿Qué somos, por parafrasear libremente al obispo de Hipona, más que guía al precipicio? No deberíamos concebir, no obstante, esta insuficiencia como un marchamo de oprobio, sino como una apremiante conminación al cuidado mutuo y a la fraternidad social. Nuestra precariedad nos exige abrazar en el filo del abismo, cuando las piernas tiemblan y el corazón se encoge. Nuestra alma, entumecida y magullada, tendida como en un hospital de campaña, suspira por un amor que la sane.
Creo que debemos invertir los términos del debate contemporáneo. El sintagma «generación de cristal» no es un baldón, sino un aldabonazo. No conviene revolverse ante él, sino agradecerlo con la alegría del beneficiario de un don imprevisto. Cuanto más aumenta la conciencia de nuestra fragilidad, más nítidamente refulge la necesidad de una palabra consoladora, el imperativo de una solidaridad urgente. Solo cuando nos reconocemos vidriosos podemos protegernos unos a otros de la más que presumible fractura. El amor es el fruto inesperado de nuestra endeblez.

JULIO LLORENTE
Periodista y cofundador de Ediciones Monóculo
Publicado en Alfa y Omega el 13.3.2025