Ni la santidad es una llamada para unos pocos elegidos, ni en la Iglesia hay católicos de primera y de segunda: solo pecadores sostenidos por la misericordia y la gracia de Dios. La nueva exhortación del Papa, Gaudete et exsultate, dedicada a la santidad, encierra también una profunda carga de eclesiología
La santidad no es un ideal al alcance de unos pocos elegidos, sino una vocación para todo bautizado, con la ayuda del Espíritu Santo. «Ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis», escribe el Papa de forma muy gráfica.
Gaudete et exsultate –aclara Francisco en las primeras líneas– no es «un tratado de sobre la santidad». Según él mismo explica en una carta que acompaña al envío del documento a los obispos de todo el mundo, «la he escrito para animar a todos a acoger la llamada a la santidad en la vida cotidiana».
Pero junto a su estilo llano y ágil, que hace este documento accesible a todos, hay un importante trasfondo teológico y eclesiológico. Frente a una visión más elitista y vertical inspirada en el concepto las minorías creativas, Francisco bebe de las fuentes de la teología del pueblo latinoamericana, con una Iglesia casa de todos, sin distinciones entre católicos de primera y de segunda.
Firmada el 19 de marzo, quinto aniversario del inicio de pontificado, la tercera exhortación de Francisco se titula, traducida al castellano, Alegraos y regocijaos. Un acento en la alegría que es ya marca de la casa y aparece en el nombre de las dos exhortaciones anteriores de Jorge Bergoglio: Evangeli gaudium (La alegría del Evangelio), su documento programático, y Amoris laetitia (La alegría de la familia), firmada otro 19 de marzo, en 2016.
Gaudete et exsultate profundiza un proceso de reformas que, a estas alturas, ha quedado claro a todo el mundo que va más allá de unos cuantos cambios en la Curia romana. Francisco se propone una verdadera transformación de las las mentalidades y actitudes en la Iglesia, donde la insistencia en la pureza doctrinal deja paso a un seguimiento de Jesús alegre y confiado en medio del mundo, sin miedo a asumir riesgos en la construcción del Reino. Es aquello, en Evangelii gaudium, de «prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias seguridades». Recupera ahora Bergoglio esa impactante imagen que expuso durante los días previos al cónclave de 20143, advirtiendo de que, a menudo, quien censura a Cristo es la propia Iglesia, porque algunos han hecho de ella una especie de club cerrado y elitista incapacitado para un encuentro verdadero con los demás; una Iglesia inservible, por tanto, para la misión, más allá de golpes en el pecho que solo refuerzan los mutuos prejuicios negativos. «A veces me pregunto si, por el aire irrespirable de nuestra autorreferencialidad, Jesús no estará ya dentro de nosotros golpeando para que lo dejemos salir», se lee en el punto 136 de la nueva exhortación.
La clase media de la santidad
La santidad, por el contrario, supone siempre una bocanada de aire fresco, «es el rostro más bello de la Iglesia» y transmite una alegría contagiosa. Lo mejor de todo, abunda mucho más de lo que suele presuponerse.
Citando a Benedicto XVI, Francisco habla de «la muchedumbre de los santos de Dios». «No pensemos solo en los ya beatificados o canonizados», aclara. Entre esos santos «puede estar nuestra propia madre, una abuela u otras personas cercanas». «Quizá su vida no fue siempre perfecta». De hecho, «no todo lo que dice un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida», el modo en que todos ellos, aun «en medio de imperfecciones y caídas, siguieron adelante y agradaron al Señor».
Un cuadro que cobra sentido cuando se dejan a un lado las idealizaciones y se asume que seguir a Cristo no es un ejercicio de virtuosismo personal, sino que requiere una y otra vez confiarse humildemente a la misericordia de Dios. «Todos nosotros somos un ejército de perdonados –dice el Papa–.
No se requieren circunstancias extraordinarias. «¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús».
Dándole la vuelta al famoso dicho, Francisco insiste en que a Dios se le encuentra en los detalles, en los gestos sencillos. «Con pequeños gestos» se va forjando un santo. «Por ejemplo: una señora va al mercado a hacer las compras, encuentra a una vecina y comienza a hablar, y vienen las críticas. Pero esta mujer dice en su interior: “No, no hablaré mal de nadie”. Este es un paso en la santidad. Luego, en casa, su hijo le pide conversar acerca de sus fantasías, y aunque esté cansada se sienta a su lado y escucha con paciencia y afecto. Esa es otra ofrenda que santifica. Luego vive un momento de angustia, pero recuerda el amor de la Virgen María, toma el rosario y reza con fe. Ese es otro camino de santidad. Luego va por la calle, encuentra a un pobre y se detiene a conversar con él con cariño. Ese es otro paso».
Es la ya popular idea de «la clase media de la santidad», que el Papa ha tomado del novelista francés Joseph Malègue. Bajo el epígrafe «Los santos de la puerta de al lado», escribe Francisco: «Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo. En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad “de la puerta de al lado”, de aquellos que viven cerca de nosotros y son un reflejo de la presencia de Dios».
Santos cada uno a su manera
La santidad es para todos, sí, pero cada uno esta llamado a ser santo a su manera. Para cada hombre y mujer Dios tiene pensado un camino, el que le llevará a realizarse plenamente como persona, asegura el Pontífice recogiendo una idea del Concilio Vaticano II. «Entonces, no se trata de desalentarse cuando uno contempla modelos de santidad que le parecen inalcanzables», advierte. «Hay testimonios que son útiles para estimularnos y motivarnos, pero no para que tratemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él, y no que se desgaste intentado imitar algo que no ha sido pensado para él».
Vuelve el famoso discernimiento, una idea que fue central en Amoris laetitia. No se trata de relativismo, sino –muy al contrario– de tomarse la vida en serio, meditando y rezando las decisiones grandes y pequeñas. «Pido a todos los cristianos que no dejen de hacer cada día, en diálogo con el Señor que nos ama, un sincero examen de conciencia», anima Francisco.
Porque en el camino hacia la santidad son imprescindibles los momentos de oración y adoración, además de la ayuda de los sacramentos. Es lo que permite afrontar la «lucha contra la propia fragilidad y las propias inclinaciones (cada uno tiene la suya: la pereza, la lujuria, la envidia, los celos, y demás)». Una lucha constante que lo es también «contra el diablo», advierte el Papa, reiterando un mensaje muy frecuente en sus predicaciones matinales en Santa Marta. «No pensemos que [el demonio] es un mito, una representación, un símbolo, una figura o una idea», dice. «Ese engaño nos lleva a bajar los brazos, a descuidarnos y a quedar más expuestos».
Ricardo Benjumea
Imagen: El Papa Francisco saluda a una familia,
durante la celebración de una Misa en el aeropuerto Maquehue,
cerca de Temuco, Chile, el 17 enero de 2018.
(Foto: CNS)